Martes, 7 de febrero de 2006 | Hoy
Por Miguel Roig (*)
"oigo yo ese rumor en lo más hondo de mi corazón"
W.B. Yeats
Sin saber por qué, un día empecé a viajar a Irlanda.
Llegué por primera vez en el año 2000, un octubre frío y neblinoso, movido por la curiosidad de lo nuevo y el secreto morbo de una afirmación de mi amigo José Pintón: Dublín es como Rosario, pero hablan en inglés. No es que no me alcanzara con una versión de Rosario, pero no conseguía imaginar la conexión. Una vez en Dublín, comprendí: es una ciudad del interior que confundió su vocación. Si uno compara la capital irlandesa con Londres, tiene la misma perspectiva que existe entre Rosario y Buenos Aires.
Al principio el viaje a Dún Laoghaire, la aldea junto al mar donde está el torreón que inicia el Ulises, el pub dublinés David Byrne's donde Bloom toma su sandwich de gorgonzola con un vaso de borgoña, las huellas de Becket, Swift, Bacon, Wilde, Yeats, en fin, todos esos ecos que resonaban al convocar la imagen de Irlanda parecían ser el puente emocional. Pero poco a poco, a partir de ese recorrido iniciático, surgió en mí una pulsión de conquista y búsqueda de algo misterioso. ¿Qué quería encontrar yo allí?
En un segundo viaje de varias semanas, bajé al sur del país y creí dar con una clave. Fue en Killarney, un pequeño pueblo junto a un parque nacional con una calle de pubs, algunos restaurantes y un par de librerías. Ahí llaman turistas a un pequeño grupo de americanos que van tras el rastro de sus raíces de la misma manera que un argentino hace un viaje de reconocimiento al País Vasco o al Véneto en busca de la casa de su abuelo. El reclamo del lugar es el parque nacional, una extensión verde con varios lagos que se interconectan, rodeados de montañas bajas. En el centro del lago mayor está Innisfallen, una isla pequeña, arbolada, que guarda los restos de un monasterio que estuvo allí entre los siglos XI y XIII. En ese lugar, los monjes formaban a los vástagos de la elite europea para prepararlos en la tarea de llevar adelante el destino de sus reinos. El nombre del sitio, Killarney, proviene, presumiblemente, del sustantivo inglés key (llave) y el verbo to learn (aprender), o sea, la llave del aprendizaje. No había más visitantes que yo esa mañana y caminé entre los restos del monasterio paredes de piedra truncas que brotaban del suelo como árboles talados bajo un cielos gris y un silencio que sólo ensuciaba la brisa del lago al menear las ramas de los árboles: creí que ese era tal vez el misterio irlandés que había prendido en mí. Pero algo me decía, en el fondo, que esa isla era el principio de la clave y no el final: sólo la llave.
El año pasado, en julio, estuve todo el mes recorriendo la costa occidental, de cara al Atlántico. Al final del viaje llegué a Sligo, una ciudad pequeñita en el norte del país. Cerca del Sligo está la isla de Innisfree.
En el poema La Isla del Lago de Innisfree, W.B. Yeats habla de la creación de un territorio mítico, de un viaje que el poeta dice que hará a ese sitio para construir una
cabaña y quedarse y tener cierta calma donde "la medianoche brilla trémula/el mediodía es un fulgor violeta/y el atardecer todo/es un aletear de petirrojos".
En la orilla del lago, rodeado de un bosque exuberante, subí a un barco que me llevó a dar un paseo entre las islas. Pasamos junto a Innisfree: pequeña, insignificante si se la compara con las otras, pero cargada por el deseo del poeta. Al volver al embarcadero los turistas se alejaron y yo me quedé solo en el muelle, tratando de distinguir la isla sin conseguirlo. Le pedí ayuda al hombre de la lancha y me señaló un sitio en el lago, pero seguía sin verla. Su silueta verde se fundía con los árboles de la orilla contraria. Entonces empecé a comprenderlo todo.
Hace muchos años conocí, en Buenos Aires, a Lily Ann.
Lily Ann era una flaca rubia, de ojos verdes, irlandeses. Su padre era un nómada que había abandonado Irlanda y saltaba de país en país trabajando para una multinacional y, finalmente, dio con sus huesos en Buenos Aires, donde lo sorprendió la muerte. La madre de Lily Ann decidió, entonces, quedarse allí con sus dos niñas.
Fue un amor veloz y lapidario. Duró nada: un resplandor fugaz y nocturno que iluminó lo que jamás había visto y desapareció.
Llevaba yo unos años en Madrid cuando me llamó. Estoy en la ciudad, me dijo. Se acercó a la agencia donde yo trabajaba y juntos tomamos un taxi para ir al centro. ¿Sabés que yo nací en Madrid? comentó. No tenía idea, contesté, y pensé en el padre nómada. Sí, agregó, en una clínica en la Avenida del Generalísimo, ¿cuál será? Le pregunté entonces al taxista si sabía qué calle se había llamado así durante el franquismo. Esta, me contestó. Ibamos por el Paseo de la Castellana. Hay cosas que inquietan.
Comimos. Me contó que quería dejar la publicidad, que vivía con un director de cine argentino y que estaba escribiendo una novela. En el Pabellón del Espejo, antes de despedirnos, nos encontramos con Héctor Barreiros, a quien yo no veía desde los ochenta y que nos salvó la tarde. Me vio desde la otra punta del Pabellón y lo cruzó corriendo, agitando las manos como un Cristo eléctrico y gritando mi nombre. Lily Ann aún se debe estar riendo.
Nunca más la vi. (En estos días, me he vuelto a acordar de ella porque acaban de estrenar en Madrid una película de su compañero y ella firma el guión. Dicen que en Buenos Aires fue un éxito.)
De pie, en la orilla del lago, tratando de ver Innisfree, pensé en sus ojos verdes, irlandeses, pero más allá de ella, pensaba en el amor que en su día habían despertado en mí y me preguntaba dónde se encontraría ese amor ahora. No el de ella, que hoy apenas es un recuerdo ahogado en la memoria y que hubo que llegar hasta allí para verlo, como quien ve el mástil de un barco hundido que asoma por encima de la piel del río. Pensaba, digo, en el amor. Y trataba de ver la cabaña de Yeats desde el borde de mí mismo y no la veía.
Entonces comprendí por qué iba a Irlanda y qué es lo que estaba buscando. Al igual que la isla de Innisfree, el amor no se ve desde la orilla. Hay que ir a por él.
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