Jueves, 31 de diciembre de 2009 | Hoy
Por Bea Suárez
Ayer a la noche abrí unos de los containeres nuevos (los verdes, los que importaron de Europa para mejorar la ciudad) y cuando tomé impulso para tirar la bolsa encontré que adentro del mismo había una persona, una nenita. No se si estaba escondida, guarecida o qué, pero se incorporó por entre el basural cuando levanté la tapa.
Pensé en un chiste, un susto, un monstruo, un chorro, un cuco. Pensé muchas cosas. Pero no. Era una niña, apenas una niña salida de un cubo de basura, de entre botellas, algodones sucios, restos de arroz, yerba usada, almohadas viejas y patas de silla.
Al verme se asustó, mas que yo, quizás por pensar que en el container está prohibido vivir. Me observó fijamente unos minutos (como un gato que quiere escapar de un peligro y que por un instante permanece quieto) .
La miré. Me miró. Desistí de descartar mi bolsita pues iba a darle en la cabeza probablemente.
Ella estaba descalza, descalza, muy descalza, con el pelo pajizo en ese hotelucho de lata.
No se qué hacía, por momentos parecía masticar.
Se olía a solvente, a cáscaras, a plantas, a oso.
Se incorporó entre unas sidras sin corcho y un nylon de pan dulce.
Y salió.
Salió corriendo para el lado del río, le colgaban fideos y restos de mayonesa; era una bala, un tiro. Escapaba entre desag³es, la tormenta del niño y esa caja forense de desilusiones. Conspiraba en ella la desmesura adentro de latas de sardinas, la acompañaban restos de enredadera y repuestos de triciclo.
Me dijo: Feliz Año Nuevo.
Y no la vi mas.
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