Jueves, 14 de enero de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaias
Donde termina la calle Juan de Garay está (aún subsiste muy deteriorada) esa casa pintada de rojo muy pálido casi rosado, que tiene esas arcadas -extrañas en el pueblo con su galería al norte.
Allí supo vivir Hugo Ruiz, quien nos saludaba al atardecer casi noche, cuando salía del "Ramos Generales" del Cholo Belluschi, con su botella de tinto en la mano derecha y el "Fontanares" humeando en la izquierda, ceremonioso, con un gesto imperceptible, moviendo apenas la cabeza, antes que las sombras lo devoraran del todo, y nos saludaba, a nosotros, esa barrita pertinaz y bullanguera que persistía en la esquina donde se cruzaban todas las mariposas del mundo en los mediodías de enero, con un sol quebrador de cabezas. Esas mariposas que sin piedad corríamos, en una competencia asesina, con grandas ramas de tamarisco que le hurtábamos al cerco del viejo Pichichello. Aunque el "Ramos Generales" de Rogelio Belluschi estaba a media cuadra, nosotros nos citábamos allí: en la esquina del "Cholo", como repetimos hoy los pocos sobrevivientes que nos encontramos en el bar del Club. Algunos como "Toto" Míguez, con su auténtica pertenencia, otros como Miguel o "El Nene" Croatto, si bien del barrio, eran muy chicos en ese tiempo para compartir con los más grandes ese lugar, o cualquier otro. En rigor, Miguel o "El Tigre", cuando pequeño, vivía en el "establecimiento rural", como se refiere a su chacra no sin un dejo de ironía. Iba a escribir en algún momento "aquella barrita del verano", pero a decir verdad no sería correcto enunciarlo así, pues estábamos todos los días del año allí, o tirados en la gramilla, o jugando un picado, o en días de lluvias feroces entre el barro, jugando a los botecitos en los hondos zanjones que desaguaban ese líquido amarronado que arrastraba hojas podridas de árboles en otoño, y en verano gorriones y mariposas muertas.
En realidad cuando pienso en todo aquel tiempo tan remoto, no puedo evitar hacerlo con un poco de idealizada nostalgia, por lo que tenía de inventiva y de libertad, pero se limitaría con los años, cuando la adolescencia pujara con su nuevos requerimientos, sus desconocidos deseos y el ansia inabarcable de salirse de ese recoleto y limitado fervor del pueblo que ya no nos contenía de ninguna manera.
Así que, cuando pongo a rodar con lujuriosa alegría aquella convocatoria al recuerdo, lo hago con la íntima salvedad de que trabajo con las hilachas sueltas de un sueño que está sostenido por un minuto de deseo y tierra firme, nueve minutos de algo que puede ser real, y el resto es todo ruina y ceniza, invención de la huella que deja algo parecido al recuerdo.
La unión de esas dos calles entonces de tierra, que treinta años después nos enteramos que se llamaban Juan de Garay (por ella vivían; los Míguez, los Correa, los López, los Sánchez, los Balquinta, los Escudero, los Mansilla, los González y yo, sobre Nicolás Avellaneda, enfrente del inefable "Gordo" Spina, a quien llamaban "El pobre", padre del Ricardo, de quien soy amigo desde entonces. Mi calle en ese tiempo desembocaba en maizales y alfalfares ya que no pasaba la ruta y remataba en la casa de don Juan Peralta, cuya hija María Antonia pasaba cantando el pasodoble "Doce cascabeles", todas la mañanas hacia la escuela.
La simpleza de aquellos años era de una abrumadora modestia, como que nuestra pobreza era digna, sin necesidades pero tampoco un mísero lujo, eso sí, teníamos en nosotros los sueños más grandes del mundo.
Estar en ese lugar, en esa esquina, era en esos tiempos remotos como "estar en el mundo", una forma indentificatoria de todas esas cabecitas rapadas, esos pies generalmente descalzos, en especial en los días plácidos del verano en que el polvo suelto de las calles quemaba como brasa, pero nosotros habíamos aprendido a sortear ese inconveniente pisando solamente la corta gramilla, que era profusa y descuidada del fervor comunal por entonces. Cuando llovía en verano era el jolgorio, previo permiso paterno para quitarnos las alpargatas o las modestas "Pampero", de suela de goma, de una lona azul y sufrida, salíamos chapaleando barro y nos sumergíamos en esos zanjones hondos, donde el agua a veces nos llegaba a la cintura, y siempre nos consumía hasta las rodillas en esa correntada barrosa que iba hacia los campos vecinos en especial hasta la Cañada próxima que era la del "Gordo" Compañy.
Como nos pasábamos muchas horas allí, veíamos pasar la vida humilde del barrio y saludando con todo respeto a esos pacíficos hombres que iban y venían del trabajo, a esas mujeres con sus bolsas de compras, camino al "Ramos generales" que con el apodo de su dueño nominábamos la esquina, esas mujeres que se detenían con sus niños pequeños, sus bolsas y a veces sus embarazos y sus chismes, a parlotear sin apuro entre vecinas del populoso barrio "El jazmín" de ese tiempo un poco más movido, tal vez, seguramente más emotivo y remoto.
Entre los borrachos que salían haciendo eses del negocio del "Cholo" -debo aclarar que también allí fungía un "despacho de bebidas" había alguno muy simpático como Pablito Becerro, quien de vez en cuando se quitaba las alpargatas, se arremangaba los pantalones y se entreveraba en un picado con nosotros. Habilidad no le faltaba, al contrario, pero se quedaba sin aire muy pronto y entonces le quitábamos con suma facilidad la pelota que tan hábilmente manejaba con las dos piernas. Vi jugar a sus dos hermanos mayores; Pedro y sobre todo Juan, a quien llamábamos "Juicho" que tuvo una dilatada carrera en el Huracán, cubriendo casi todos los puestos.
Como estas historias absolutamente olvidadas, remotas y sólo importantes al ejercicio obsesivo y ritual de mi memoria existieron en un pueblo pequeño de la llanura santafesina, corazón de la pampa gringa como quien dice, sucedieron cuando no existía el asfalto, la bocacalle con sus grandes zanjones se salvaban con esa laja de cemento que la comisión comunal fabricaba ad hoc y ponía allí, a veces sobre un pilar de ladrillos con cemento y la mayor parte "a la que te criaste" sobre la zanja de tierra.
Desde esa esquina veíamos perfilarse la silueta amistosa y querible de Pablito Becerro, quien ensayaba un amago de tango como para esquivar esa laja por si ella pudiese escaparse y cuando la "engañaba" convenientemente luego de repetir ese gesto insólito en otro que no fuese él, levantaba los brazos como saludándonos, antes que el aplauso y los vítores estallaran en la noche calurosa, pletórica de sapos, escarabajos y perros vagabundos que pasaban rápido por la esquina perseguidos por nuestro veloces cascotazos sobre sus lomos famélicos.
A veces pienso que en esos gestos hoy olvidados, tal vez se coló una milésima de eternidad y nosotros no supimos enterarnos, porque aún era temprano y cuando lo supimos era demasiado tarde como siempre sucede en estos casos, se sabe.
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