Martes, 2 de febrero de 2010 | Hoy
Por Adrián Abonizio
No tengo recuerdo de pertenencia o filiación alguna sobre pileta o piscina.Era el objeto de deseo más imposible de obtener.Alberca, la nombraban en los films de Super Acción y me remitía a señoritas a la vera de un mar celestón pero en gris de la pantalla, pelotas gigantescas, reposeras, flotadores sinuosos que hospedaban las ondulantes ancas de alguna dama hollywoodense.Nosotros íbamos a mirar las aguas encerradas del Parque Alem, repletas de gritos y zambullidas estruendosas como quien se asoma al palacio de Versalles.Era una escapada al universo del verano, en la siesta, a bicicleta, con ramas de paraíso en la mollera a modo de emperadores romanos para amenguar el soplete del aire.Tanto insistimos que dos madres nos llevaron una mañana y en la de niños comprobamos el olor inmundo del cloro, un tufillo lejano de meos y lo difícil que consistía el abir los ojos bajo el agua.Mi madre me dejaba llenar el pasillo de baldozas rojas colocando un tapón de toallones en ambas puertas y aquello mientras duraba era Hawai a pleno.Un día, el milagro tocó la puerta de fierro de mi casa y me abonaron a Atlantic Sportmen.Iba un mayor, Juan, el más grande de los Chianelli que oficiaba de guardavidas por petición materna.Allí estaba él.Precavido y sonriente con sus quince años, enseñando los rudimentos del arte natatorio, pródigo y sano como una nutria, arréandonos a la hora de la chocolatada fría , depositando como un fiel heraldo a cada uno en su casa.Yo no conocía desdicha, ni desamores, ni dolor profundo.No me gustaba nadar y apenas lo hacía en el estilo pecho disimulando mi torpeza y la ausencia de croll.Me gustaba estar mojado, no el nadar.Algo muy distnto.Una mañana mentí que iba con Juan pero fui solo: me adentraría en las vertientes profundas del océano de cal y portland, vigilaría desde abajo las piernas de las nadadores, rescataría un tesoro hundido y vencería los temibles tiburones azules que hacían estrago en el fondo, donde estaba el escudo de corales que escondian algas y peces venenosos.Justo allí empezaba a dejar de hacer pie. Era la marca que delimitaba mi andar normal o mi declive en mareas de sal adentro.Mientras estuviera el escudito allí, verdiblanco, generoso como una alerta de bienestar estaría a salvo de la muerte .Esa mañana de una zambullida extravié mi malla verde y como era también verde el fondo la perdí en el camouflage ondulante.La chapita del guardarropas se fue con ella.Dos horas estuve en lo hondo agarrado del borde pensando alguna solución.La trajo Juan a quien le comenté el asunto y entre risas extrajo de su bolso una de competición y me la extendió con disimulo.Un amigo.Un mayor que se sabía sonreír en su papel de jefe, protector con pelo afro y alguna noviecita ya en ciernes con quien charlaba sin dejar de posar los ojos sobre nosotros, fiel vigilante de la labor de capitán encomendada por nuestras progenitoras. El verano pasó como un suspiro; aprendimos que con los días de lluvia se cerraba la pìleta y debiamos jugar a la pelota sin el premio del océano portátil y en cuotas que teníamos por Lavalle al fondo.Una tarde apareció Cecilia .Dejé de jugar a corrernos para volverme así lo creía misterioso y reflexivo. Ondulante mi pelo, señera mi vista, torneados mis pectorales. Obtuve una malla a cuadros y una toalla elegante.Además, para que me viera, a veces y sobre la baranda de donde la observaba encendia un cigarrillo.Cecilia se deslizaba por mi vida como una esperanza pero sin luz de bienvenida: con que esté en el mundo me bastaba pues tenía la fe de los locos que sienten que son elegidos y que tarde o temprando serán designados para la gran tarea del Amor.El escarnio sucedió tras una semana de receso por refacciones.Llegamos en malón como siempre y eran, recuerdo, las dos en punto de la tarde.Al fondo en una reposera estaba ella con sus amigas.Todos entraron torpemente en el agua.Yo no.La miré y la casualidad o el destino favorable hizo que se fijara ; entonces con el impulso entré en el agua con un clavado que creía pleno de belleza.Por debajo tuve la sensación que el escudo tardaba en aparecer.Cuando lo hizo yo ya no aguantaba más en retener el aire.Puse los pies sobre él y un vacío me tragó.Salí a la superficie y quise deslizarme:las piernas no me respondieron y sentí, abajo en la pantorilla una quemazón de calambre.No entendía que había fallado en mi señal pintada.Empecé con las brazadas y grité el nombre de Juan.Se tiró prontamente y me sacó.Cuando asomé la cabeza en el borde lo primero que ví fue la cara de Cecilia y su gesto de estupor por el imprevisto del ahogado en ciernes.Juan me sostuvo para que escupa agua en cuclillas, rodeado de curiosos.Vino el bañero, me llevaron a un costado.Estaba rojo de vergüenza.El mundo se había ennegrecido por dentro e inmediatamente empezó a llover.El guardavidas me retaba.Yo no me quería mover del lugar, esperando me trague el piso. Juan, ¿que pasó? El escudo, el escudo, ahí yo hacía pie, le dije con una moribunda exhalación.Juan largó una carcajada que no me sonó injuriosa:estábamos casi solos bajo la tormenta y Cecilia ya había pasado a mi lado mirándome enteramente por vez primera, pero la pena y el pasmo le bailoteaban en sus ojos.Peor cosa que esa no había.Juan hizo un silencio y al hablar estaba tan tentado de la risa que costaba entenderle.No obstante me aclaró: Lo pintaron en el tiempo que el club estuvo cerrado ....! Pero lo corrieron más a lo hondo!
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