Lunes, 8 de febrero de 2010 | Hoy
Por Javier E. Núñez
Teníamos diecisiete años, le dice. Y él, que debe escuchar algo categórico pero obvio como "es de noche y está oscuro" o "es verano y hace calor", se sorprende intuyendo esa tristeza húmeda que trepa por su pecho al escucharla. Qué esperaba, se pregunta. Pasó tanto tiempo. Sabe que no se parece a aquél que fue. ¿Se parecerá ella? Son dos desconocidos frente a frente, aunque a veces ella sonría de ese modo y se parezca tanto a la Cintia que recuerda.
Llega el mozo. Están en una de las mesas del patio interno para que él pueda fumar. Hay otras dos mesas ocupadas, algo más lejos. En una conversa una pareja joven: parecen aburridos. En la otra, tres mujeres apuran lo que les queda de una cerveza.
-¿Qué querés tomar? pregunta él. El mozo lleva puesta su máscara de 3 A.M., una careta de indiferencia que no logra ocultar el hastío y las ganas de mandarse a mudar.
-Lo que vos quieras, dice ella. Después se corrige o cambia de idea: -una cerveza estaría bien.
El mozo parte con su careta gastada y la orden. Cintia lo mira otra vez. Él enciende un cigarrillo.
-Fumás mucho.
-Sí.
Ella está ligeramente inclinada sobre la mesa, el codo apoyado y el mentón en la palma. Él tiene los brazos cruzados, apoyados sobre la mesa, el cuerpo encorvado hacia adelante para salvar la distancia. Casi puede contar sus pestañas. De repente la pareja aburrida se levanta para irse y pasa junto a ellos. Los pasos desbaratan ese momento casi íntimo: ella cobra conciencia de la proximidad, se aleja, abre una brecha entre los cuerpos que es insignificante al lado del abismo que abrió hace un rato con sus palabras. O de los años que los separan de aquella tarde cuando, en la última semana de clases, antes de dejar de verse por más de quince años, le dijo que había estado enamorada de él desde tercer año.
-Estuve, dijiste esa tarde.
Cintia siempre a destiempo, amándolo en el momento indebido y olvidándolo también.
-A lo mejor debí decírtelo antes -contesta. No sé. ¿Hubiera cambiado algo?
No le contesta. Ahora la respuesta le parece evidente, pero no es ni piensa como entonces. O no le contesta porque no tiene sentido. Ya la ve lejana: Cintia a destiempo y a distancia. Sabe que nada de lo que pueda decir ahora, en esta noche de reencuentro, puede cambiar lo que ella afirmó al principio: que eso fue hace mucho y que tenían diecisiete años.
Esta noche no existe ni debería existir, piensa. No ese bar, al menos; no esa mesa en un patio apenas iluminado, con madreselvas en la pared de ladrillo, la mano de ella tan cerca de la de él. Tampoco, quizá, las horas previas: esa reunión absurda con unas personas que se parecen un poco a sus ex compañeros de secundaria pero más serios, más viejos, más irreconocibles. Ni la conversación extensa, las confidencias, las ganas de alargar la noche en otro bar cuando todos se van. Pero, por sobre todo, es ese momento lo que no debería existir, ni la sonrisa amplia de ojos achinados de Cintia, ni la piel sedosa de su cuello largo, ni la certidumbre de su escote.
-¿Por qué? dice ella. Por qué ahora, después de tanto tiempo.
Bebe un trago. No resulta fácil de explicar. Debería decir algo simple: dejamos de vernos mucho tiempo, perdimos contacto, el reencuentro removió viejas heridas. O anhelos. Mejor: la reunión propició este reencuentro, reflotó cuentas pendientes. En lugar de eso, dice:
-Porque sigue ahí, o podría, o porque nunca. Porque de esta forma, al menos, siempre nos quedará París.
Ella se ríe, le pregunta por la torre Eiffel y él explica lo de Casablanca. Torpemente, lo explica: se arrepiente enseguida porque suena cursi, innecesario, incomprensible. Ella juguetea con su vaso. Baja la mirada.
-No es la primera vez, le dice. Ella levanta los ojos, confundida. Que nos planteamos por qué ahora. No es la primera vez.
-No.
-Yo te lo pregunté esa tarde, cuando me dijiste que durante dos años me habías querido. O había creído quererme. Vos me lo preguntaste después, cuando te propuse volver a vernos algún día y me dijiste que no.
Ella murmura:
-Vos no me querías.
Cintia se sonroja de golpe, gesticula, busca palabras que no encuentra. Por un momento él se pregunta si ese principio de exasperación se debe a la incapacidad de él para entender los motivos de entonces, o a la dificultad de ella para expresar un argumento que tal vez, a la distancia, le parece absurdo y pueril.
-No sé, sigue ella?. No quería salir lastimada.
-Pero entonces temías volver a enamorarte. Ahora somos prácticamente dos desconocidos.
Sonríe ligeramente. La luz de un cartel de Heineken tornasola su pelo lacio y brilloso. Se levanta y le da un beso.
-Ya no tenemos diecisiete años, repite.
Parece triste cuando lo dice, pero decidida. Los dos saben que es tarde. Que además de los años, de sentirse tan extraños, hay todo un universo que desbarata lo que pudo ser y no fue.
La ve alejarse entre las mesas vacías. Cintia se para en la puerta, lo mira una vez más. Sigue pareciendo triste. Como si en lugar de verlo sentado solo frente a una botella a medio tomar, lo viera como entonces. O como si se viera a sí misma, en una tarde lejana de cuarto o quinto año, pensando en él.
Duda un instante. Quizá sopesa, y descarta, la posibilidad de esta noche. Irse con él aunque sepa que es tarde, que la mañana no la encuentre con la incertidumbre o el desvelo. Después se va, con pasos leves. Se lleva esas ganas absurdas a destiempo, ese amor que nunca fue, ese París que no será.
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