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Miércoles, 10 de febrero de 2010

CONTRATAPA

LA INCOMPRESIÓN DE LA MÁQUINA

 Por Sergio Gioacchini

Cuando llegó, el sol era una moneda metálica sobre el mar. El motor del Chevy amenazaba con fundirse en cualquier momento pero se había bancado el viaje hasta Madryn. Aguirre volvió a preguntarse si ese viaje tenía algún sentido. Las conversaciones con la mujer que lo llamaba al diario y decía llamarse María, porque María era un nombre corriente, y le contaba la historia de El Inventor, que había venido enredado en una tormenta, y de la Máquina, no le parecía un motivo suficientemente valedero. No se justificaba la nafta ni el arreglo del motor del Chevy.

Estacionó frente a la casa. El auto se detuvo con un bramido sordo. Aguirre bajó y golpeó la puerta, que se abrió unos centímetros. Una mujer se detuvo tras la puerta entreabierta. Apenas se percibía la casa, con sus habitaciones dispuestas a lo largo de una galería interminable. La voz de la mujer se oía más avejentada que en las llamadas al diario.

-Yo soy María -dijo la mujer. Pase.

Aguirre entró. La casa, contrario a su primera impresión, era fría y parecía detenida en medio de una refacción.

-Usted vino a ver la Máquina -dijo ella. La va a ver. Pero no lo va a poder escribir en su diario.

-Bueno -dijo Aguirre.

La mujer empezó a caminar por un pasillo que se iba enroscando en sí mismo. La casa parecía estar conformada por habitaciones circulares que se comunicaban entre sí y anunciaban una estructura general más circular. Esto le pareció a Aguirre, que pensó que la mujer pretendía marearlo para que no supiese en cuál de las habitaciones estaba, finalmente, la Máquina.

Llegaron a un cuarto húmedo, con una pequeña ventana que arrojaba una luz verdosa, y María comenzó a quitar recortes mugrientos de tela que ocultaban los aparatos. Eran una serie de máquinas encadenadas entre sí y cada una parecía una continuación de la anterior, como si fuese un ensayo para una construcción mayor o más compleja. Comenzó a contar la historia.

-El llegó con una tormenta -dijo. Los que estaban pescando pensaron que se había caído de un barco. Y como nadie sabía qué hacer con él, ya que ni siquiera hablaba el idioma, se lo trajeron a mi padre. En el pueblo apostaban sobre cuál era su origen, si turco o qué. Nadie pudo cobrar esas apuestas porque nunca se supo.

Aguirre se detuvo frente a uno de los modelos de la Máquina. El aparato, pese a estar totalmente derruido, denotaba una complejidad que lo llevó a pensar que se trataba de la Máquina. Le preguntó a María.

-Fue una de las primeras que hizo. Eso fue por el veintidós más o menos.

Aguirre se calló. La mujer continuó la historia.

-Al final hablaba con dibujos. Solamente yo entendía esos dibujos. Entonces era chica y crecí junto a él. Cuando dibujaba un barco no se parecía a un barco. Más bien se parecía a un sombrero o a un gato acostado. No había explicación. Ibamos juntos a todos lados. Cuando quería decir algo lo dibujaba en una libreta que siempre llevaba y yo lo transmitía. Lo raro es que no había relación entre lo que dibujaba y lo que deseaba pero nos entendíamos. El dibujaba una flor y yo le preparaba una sopa que agradecía con los ojos -no pudo evitar el recuerdo de Saint Exupéry.

La casa comenzó a aclararse como si se produjera un segundo amanecer. Ahora las máquinas parecían pasmosamente simples. Algunas de las últimas eran corrientes tenedores o cucharas automatizados con alguna especie de motor exótico.

Aguirre abrió la puerta lateral que tenían algunas de ellas y exhibían en su interior un nudo de engranajes, cables y manivelas que hablaban de su complejidad. Ante cada nuevo descubrimiento, la mujer sonreía con los ojos blancos y pequeños. Aguirre se esforzaba por imaginarla hermosa, pero no podía.

-Con unas herramientas comunes -continuó la mujer- comenzó a construir estas cosas. Primero hizo esa máquina que usted vio al comienzo del pasillo, después hizo las otras. Tenía el don de entenderse con los engranajes. Se pasaba las horas manipulando resortes y cosas así, que sacaba de los autos. Los años pasaban y la casa comenzó a ser ocupada por las máquinas. Las máquinas deben haber tenido alguna utilidad o quizás no la tuvieron nunca. Yo creo que en algún momento funcionaron. Hoy son solamente estos cascajos.

Aguirre entendió que las máquinas -o los ensayos para la Máquina- permanecían ancladas en el tiempo como silentes monumentos esculpidos por este hombre que jamás había podido hacerse entender, ni siquiera por su mujer. Miró por la ventana y vio como las casas habían comenzado a diluirse en el mar. Pensó en El Inventor y en su triste historia de un extravío del lenguaje.

-No se acordaba de nada -lo interrumpió la mujer-. En un principio tenía un signo para nombrar el recuerdo pero luego lo fue dejando de dibujar. En las libretas de los últimos años lo único que hay son dibujos de engranajes y dispositivos. Yo nunca entendí nada de eso. Es una pena. Capaz que si supiera, la Máquina funcionaría. Pero ahí está.

La Máquina estaba montada sobre una pared y tenía el mismo modelo del primer aparato. Parecía que todo se había detenido en su inicio. Bajo la luz de la lámpara era imposible encontrarle una utilidad. Tal vez no la tenía, y Aguirre y la mujer estaban mirando un cardumen de engranajes muertos. Aguirre miraba a través de la puerta lateral que mostraba el interior de la Máquina y era como intentar mirar con las manos sobre los ojos.

La mujer sacó una libreta de abajo del colchón de una cama que había a un costado.

-Esto es para usted -se la extendió-. El se empezó a morir así, lentamente, y dejó esta libreta, que es la última que realizó. Tenía interés especial en que la leyera alguien que supiera su idioma o que entendiera de mecánica.

-Yo no sé nada de eso -dijo Aguirre.

-Ya lo sé -le contestó la mujer-. Pero usted es el primero que vino de la Capital a escuchar la historia, y quizás sea el último.

Aguirre tomó la libreta y la hojeó. Estaba rayada con garabatos. La disposición de los garabatos en las hojas permitía pensar que se trataba de poemas. Aguirre se esforzó en pensar que eran simples rayaduras. No poemas. No había idioma capaz de desentrañar esas rayas que se prolongaban a lo largo de la libreta: un lenguaje inexistente no podía seleccionar unidades también inexistentes. Cada tanto las rayas se interrumpían y aparecían gráficos de engranajes. Los dibujos eran infantiles. En los diseños de la Máquina la lógica parecía haberse trastocado. El espacio estaba dispuesto como en la casa: de una manera incomprensible y ajena. Aguirre pensó que El Inventor era inferior a su creación. Sus esbozos de la Máquina estaban ahí, tal cual él los había imaginado, hechos para la mujer que simuló entenderlo. Pero las máquinas no funcionaban. Algún día la mujer moriría, las máquinas acabarían de derruirse y de él no quedaría nada a excepción de las libretas.

Llegaron a la puerta. La mujer le susurró:

-Yo quisiera decirle más, pero apenas entiendo esto que pasó.

Aguirre sonrió, forzado. Afuera -podía verlo claramente por la puerta entreabierta- el día parecía haberse detenido sobre el capó de la Chevy.

Este texto pertenecen al libro "Mujeres golpeadas", 2008.

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