rosario

Domingo, 14 de febrero de 2010

CONTRATAPA

LOS ABUELOS

 Por Jorge Isaías

Primero es como un vidrio empañado. Detrás se ve a mi abuela sentada junto al fogón con su pava en la mano y en la otra un mate donde seguramente ha echado dos cascaritas secas de naranja. Es menuda, casi un montoncito de ramas secas, pero muy vivaces son sus ojos, negros, profundos.

El viejo casi no habla. Se pasa meses así. Gruñe de vez en cuando. Son los momentos en que la abuela se pone demasiado inquisidora, hasta diría cargosa.

Afuera está el patio de grandes ladrillos, el viejo aljibe, la gran puerta de madera que da a la calle.

En el interior de la cocina, detrás de la puerta hay una estampita de San Cayetano, una gran esfinge de la Virgen de Luján de la cual la anuela es muy devota y un ramito seco de olivo atado con una cintita amarillenta.

El abuelo no habla y yo adivino el por qué. Extraña los amaneceres amplios de trigos y ladridos. De rocío abriendo las aletas de la nariz cuando arrea con su nochero los caballos que atará al arado. Extraña ese galope hasta el confín del campo en busca de la ternerita más arisca o extraviada. Y tal vez esos gruesos cigarros de mal tabaco que fumaba al anochecer, sentado en esa larga galería del frente, mientras parece mirar sin ver hacia el camino. Por el ruido conoce cuál de sus vecinos viene apurado y quién es, simplemente por el trote del caballo o el lamento de las llantas del sulky. Si ve los faros de algún viejo Ford T es ya más fácil porque en la zona sólo dos chacareros lo tienen. Es menos común que los gringos vayan montados al pueblo, eso es más bien cosa de criollos.

Todo esto era cuando aún quedaba la chacra. Ahora, en ese almacén de mala muerte donde la libreta es demasiado larga o se progresa poco y se reniega mucho, como además el negocio tienen un anexo con despacho de bebidas nunca faltan problemas y el viejo suele pegar sus buenos garrotazos para poner orden, y claro, a veces el comisario se pone severo y tenemos que visitarlo con algunos toscanos escondidos en los bolsillos cuando le llevamos la comida hasta el calabozo de puertas abiertas.

La abuela en cambio es alegre. Andariega. Muy obsequiosa con los nietos a expensas de la caja del negocio y el viejo nunca se enteró de estas pequeñas "sustracciones".

Cuando Aurelio, el menor, viene de las cosechas y trae "bien forrados los bolsillos" regala dispendiosamente a la abuela: chistes, mimos y cortes de géneros para largos vestidos que coserá mi madre. El viejo desaprueba toda esa exteriorización de generosidad filial.

No le gustan ni las manifestaciones públicas de cariño ni lo que él considera un derroche. No es necesario que hable, sabemos cómo piensa al respecto. De grande entendí que las muchas privaciones de su vida lo habían tornado -como a mi padre un poco ahorrativo y en extremo hosco.

En aquél tiempo, los hondos patios de tierra, olorosos a jazmines atrapaban en su espesor todo el rocío del mundo, y hacían de este pueblo algo mayormente habitable.

Las anchas calles de tierra, casi siempre desiertas eran una buena excusa para que en las nochecitas de verano intentáramos veloces carreras de una a otra bocacalle. La esquina donde mi abuelo tuvo el pequeño negocio de "ramos generales", como se lo denominó no sin sesgo de ironía, la formaba la ochava de un caserón altísimo, de ventanas mezquinas y ladrillos sin revocar. En los vidrios, las letras rojas que le vi pintar al gran Ataliva Galván, una mañana lejana, allá por el ?50: Almacén y despacho de bebidas "Las Colonias".

Por las noches una pobre lamparita bailoteaba bajo el viento, en la esquina.

Allí se congregaban en verano los cascarudos y los sapos. Y obviamente, nosotros.

Con la despreocupación y la alegría bulléndonos la sangre, tal vez suponiendo que algo de la inmortalidad del mundo se instalaba tenuemente dentro nuestro.

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