Lunes, 22 de febrero de 2010 | Hoy
Por Sonia Catela
Cómo explicar que uno se pegó ladillas, o purgaciones ("si ni saqué la nariz del laboratorio, me creas o no, querida") o cómo, telefoneadas a deshora con voces untuosas que se borran al oír la contraparte femenina de mi casa, voz de esposa, voz de Cordelia. ("Llamadas equivocadas, mi amor").
Cómo eludir el detector de mentiras que mi mujer pasa sobre las solapas tras un cabello foráneo, sobre pañuelos por eventuales manchas de lápiz de labios o perfumes delatores, sobre billetera y calzoncillos. Desde mi hartazgo ante tal insultante control aduanero, la emplazo: "Apostemos; te juego las vacaciones. Si me descubrís en un fallo, las pago yo. De lo contrario, vos te hacés cargo de todos los gastos. El que gana, elige el lugar, hotel, y resto". Hay ese humito competitivo que arde entre nosotros desde lo profesional, ambos investigadores del Conicet en idéntica área, con el mismo rango pero en equipos calladamente antagonistas. Hay esa tacañería de mi mujer que moriría por un viaje gratis, pese a que bate el parche con su discurso progre de desembolsos a medias. "Acepto", se engolosina dando por descontado cuánto me aventaja en astucia. Ajustamos los términos del pacto: yo intentaré una infidelidad puramente demostrativa y ella deberá atraparme en los meses que restan hasta enero. Tras pujas y negociaciones, se acepta la legalidad de las pistas falsas dada la índole de la disputa. Las ladillas, imagino, serán piojos de escolares recogidos por alguien de mi confianza; las voces sedosas, de cómplices a mi favor que reclutaré en la contienda.
Cordelia goza de un sentido especial para separar sospecha fundada de imaginativa. Toma un par de tickets del motel Lux que he sembrado en mi bolsillo trasero y su instinto le señala que mienten el adulterio. El juego es amplio. Gozamos de libertad, pero cuando se den el veredicto y las pruebas que lo acrediten, habrá un vencedor que cobrará y un perdedor que sufrirá monetariamente su inferioridad intelectual.
El saco rojo de Cordelia, a la zaga, puntea mis itinerarios; entro al porno shop para provocarla, a una sala de cine erótico (ay, si me pesca algún colega soltero), al único cubículo donde mujeres viejas aburren con sus strip tis, andanzas dentro del marco bermellón del abrigo de la que me testea.
En ese lapso de disfrute al que me lleva mi conciencia moderadamente tranquila y juguetona, aparece Luciana. De no entrar Luciana en mi vida, la pulseada hubiera desembocado en mi coronación triunfal. Pero Luciana pone en peligro toda mi estrategia de virginidad de un año de duración. Insinuante aunque refinada. Culta sin ostentaciones. Cae a mi laboratorio con su tesis y el anuncio de que me ha elegido como orientador. Lo primero que se me ocurre: "A vos te manda mi mujer", suscita su escueto comentario: "Pollerudo". Dedo sobre la llaga de mi jaqueada hombría. Ya habrá de verse, Cordelia, quién es el más macho de los dos.
Acabé lanzándome a los dispuestos brazos de Luciana ("lo he admirado siempre, profesor") como quien salta en paracaídas a la cama de Venus. Para cada indagación de Cordelia, la respuesta medida. Horarios sin estridencias. Huellas para despistar: una carta perfumada, pero de aquella ex novia becada en Brasilia a quien le pido telefónicamente auxilio para curar los patológicos celos de mi esposa. Un mensaje jadeante en el contestador automático, "golpe bajo de las promotoras de las líneas eróticas", aduzco, (pero, gracias, Erica, por tu colaboración). Pistas falsas. Irreprochables. En tanto, con Luciana nos encontramos en búnkers a prueba de esposas bomba: la trastienda de experimentos del laboratorio donde sólo entramos los habilitados con la clave, el auto en el estacionamiento de casetas individuales. Etc. Ya casi me considero ganador cuando salgo de la peluquería y una ráfaga del tapado de Cordelia se cuela en mi horizonte visual: con que Sherlock Colmes persiste en sus andanzas. Le devolveré el favor y luego la invitaré a cenar en Urbano, restaurante que se impone frecuentar. Pero ¿qué hace mi mujer metiéndose en ese auto? ¿Por qué se besa con el conductor? Pero si él es Comino, el vulgar ayudante de cátedra que la asiste, ese semianalfabeto. Y ¿hacia dónde se dirigen? Viborean hacia la periferia. Los sigo hasta descifrar el destino: un motel.
La agarré. No veo la hora de que salga para dispararle los focos del auto y gritarle el "Perdiste. Reconocelo". Y ver la cara que pone cuando deba aceptar mansita que elijo Aruba...
Cómo demoran. Cuánto. Las luces del motel se prenden y apagan como un semáforo rojo. De repente dejan de decir: ganaste. Y se burlan: vos no pasás. Y desgarran: No pasás. Vos no. No.
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