Martes, 21 de febrero de 2006 | Hoy
Por Mario Alberto Perone
El hombre, sin conocerme, me abordó en el café, se sentó frente a mí con las disculpas del caso y entró directamente a la confidencia. Dijo que yo le parecía un tipo comprensivo, y vaya uno a saber en qué apoyaba esa creencia. Yo no quise preguntarle nada ni rechazarlo, porque su ansiedad y su desesperación eran evidentes, y temí desencadenar una escena bochornosa. De paso, el bochorno es una de las situaciones que más me perturban, aún no siendo yo su protagonista. Dijo que estaba enamorado y que le parecía que ella le correspondía, y que cuando estaban juntos era glorioso, pero cuando se separaban era un infierno. Dijo que una vez leyó un poema en Rosario/12, sin recordar su autor en este momento, y que ese poema le partió, de un solo golpe, la cabeza y el corazón. Dijo que lo había memorizado, dudando de haberlo hecho bien a pesar de su brevedad (la del poema, obvio) y que trataría de recitármelo. Respiró hondo y dijo: "Cuando todos los otros se van, yo quedo solo, pero conmigo. Cuando tú te vas, yo quedo solo, pero sin mí. Eres la única responsable de mi más perfecta soledad". Y se quedó mirándome, esperando mi contribución al diálogo, que hasta ahí había sido sólo un monólogo. Yo esperé un momento y quise hablar, pero él siguió diciéndome que poco a poco iba predominando en su vida la segunda de las soledades, en desmedro de la primera, que cada vez le importaba menos. Dijo que tenía que contárselo a alguien, aún sabiendo que en el mejor de los casos, sólo obtendría un alivio momentáneo. Sabía también que ese vínculo se estaba haciendo pedazos, y no veía la manera de recomponerlo. Su anhelante expectativa me obligó a contestarle, y apelé a mis torpes artimañas para darle al asunto un corte definitivo, pero que no agravara su angustia. Le dije que las relaciones entre humanos tienen esos altibajos, y que el desgaste es inevitable con el paso del tiempo y las rutinas en las que se convierten, y que no había nada que yo pudiera aconsejarle al respecto, y que lo mejor que podía hacer es tratar de encontrar una nueva relación, y antes de que la primera concluya, si esto le era posible. Y también le dije que yo debía terminar de leer el diario porque se lo había prometido a otra persona. Azorado, se levantó, me dijo gracias por su tiempo y por su ayuda, y se fue. Lo que no le dije fue que no lo había invitado con un café porque esperaba que su irrupción en mi vida fuese muy breve, y tampoco le dije que el autor del poema era yo y que también estaba sumergido en esa situación desde hacía mucho tiempo, y que a pesar de saber bastante de esas cosas, yo tampoco tenía mucho que hacer al respecto, salvo aceptar el paulatino crecimiento de la desdicha y la lenta pero segura desaparición de la felicidad.
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Alguien, creo que Aristóteles, a quien no he leído pero menciono cada vez que puedo, dijo que la política es el arte de lo posible. Más de dos mil años después, modestamente creo que la política dista mucho de ser un arte, y que lo posible se transforma en tragedias inconcebibles para las inmensas mayorías del planeta, rehenes indefensos empujados hacia la muerte por los políticos de todos los tiempos, en sus interminables batallas por el poder absoluto y la apropiación de todos los recursos del mundo.
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Bienvenidos los ataques de pánico. A pesar de ser manifestaciones de conflictos profundos que muchas personas experimentan, también son experiencias valiosas puesto que son dolorosos instantes de lucidez extrema, en los que el sujeto puede ver su gratuidad, su finitud, su labilidad y su inconsistencia con una claridad imposible por otros medios. Encontrarse cara a cara con el propio horror es un momento límite, y es explorando los propios límites como se intenta saber quién se es y cómo se es.
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Estoy sumamente preocupado porque desde hace bastante tiempo nada me preocupa.
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Todas las preguntas que tus padres y abuelos no te respondieron cuando niño, te fueron contestadas después por la realidad, en el brutal proceso de tu maduración. Pero, muy en el fondo de ese niño que aún eres, aquellas preguntas todavía permanecen sin respuestas.
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Después de más de quinientos años de esclavitud, el pueblo boliviano es gobernado por su más auténtica y respetable aristocracia, único caso en el planeta ante el cual las rancias testas coronadas en medio de los más vergonzosos latrocinios y saqueos sangrientos a civilizaciones enteras, abren los ojos, estupefactos, y rezan piadosamente para que el mal ejemplo sea rápidamente liquidado.
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Mi amigo me dice, en nuestro habitual intercambio de intimidades, que a veces, en la soledad de su cuarto, convoca a sus muertos queridos buscando el apoyo y la seguridad que nunca tuvo. Me dice también que ellos jamás vienen. Y sin embargo, él siente, vagamente, que lo escucharon y lo comprendieron, y que además le pidieron disculpas por no poder estar a su lado, sobre todo en los momentos difíciles, cuando más solo se encuentra y se enfrenta a situaciones que no puede resolver. Yo lo escucho en silencio. De nada le serviría saber que mi experiencia al respecto es idéntica a la suya. Y menos aún, saber que no hay palabras para lo verdaderamente incomunicable.
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Los amores consumados tienen principio y fin. La nada que los sucede es la misma que la de antes del comienzo. En la consumación, se consumen. Duran poco y casi no dejan huellas. Los únicos amores eternos son los que nunca llegaron a consumarse. Están ahí, en esa pequeña pero profunda grieta del yo que parece contenerlos, abrigarlos, como si hubiera el menor riesgo de perderse para siempre.
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Dos hombres maduros conversan cerca de mi mesa del café. Uno le pregunta al otro: "¿Cuántos años tenés?" "Setenta y seis" es la respuesta. "¡Qué bien los llevás!" dice el primero, y el otro contesta: "Son ellos los que me llevan a mí, y no me preguntes adónde".
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