Jueves, 15 de abril de 2010 | Hoy
Por Víctor Zenobi
Fue hace mucho. Yo era un chico que rondaba las bibliotecas porque en mi casa había muy pocos libros. Un día, después de devolver a Salgari, me atrajo un título: El jardín de senderos que se bifurcan. Lo leí con el asombro de quien encara lo real perturbado por la ficción y sin entender las posibilidades múltiples de su trama. La historia de un espía que está destinado a revelar un secreto de otros y que, por una coincidencia del destino, se encuentra con su propio secreto, en el laberinto de un libro. Sin poder precisarlo sentí que algo me rozaba, la convicción o la sospecha de mi propio secreto. Un tiempo más tarde, el autor del texto llegó a la ciudad para dar una charla y fui a escucharlo. Nunca más dejé de hacerlo. Se constituyó en una especie de hábito al que yo acudía cada vez que detectaba un nuevo texto suyo o que me enteraba de alguna conferencia. Un tiempo más tarde, nuevamente en Rosario, me atreví a hablar con él y me invitó a su casa. Me colé de un tren y en unas cuantas horas estuve frente a su puerta, en pleno centro de Buenos Aires. Mi turbación hizo que me equivocase de lugar. Creí que era una casa enorme, que tenía un mayordomo con librea y decidí ubicarlo en la famosa Biblioteca Nacional, donde era director. Pregunté como llegar y me dijeron que caminara derecho por Maipú, donde estaba, hasta llegar a México, en San Telmo. La biblioteca me parecía enorme; al entrar, un portero me detuvo y cuando pregunté por el director, me dijo que estaba ocupado y que no me podría atender. Sin embargo, un señor que se hallaba casualmente allí interpeló al portero, me preguntó de dónde venía y me dijo que si iba a la tarde, el director me atendería. Ese señor se llamaba José Edmundo Clemente. A las cinco de la tarde estuve nuevamente en el lugar. Entré al directorio y conocí un poco más a ese hombre bastante tímido que me hizo sentir sumamente cómodo. Hablé con él alrededor de una hora. Hablamos acerca de un poema de Lucrecio: De rerum Natura y de los rasgos fáusticos, que yo había consultado en Spengler. A partir de esa vez, fui unas veces más, siempre a su casa y me quedaba charlando algunas horas; generalmente sobre libros. Recuerdo que en una primera oportunidad, tratando de mostrar alguna cualidad rosarina, le mencioné a Lisandro de la Torre, que había muerto con la Etica de Spinoza en sus manos. De ese modo, yo le resaltaba una afinidad con el panteísmo inherente a sus relatos. Entonces me contó, que el día del suicidio de Lisandro, soñó que él tenía su rostro y que le gritaban "gato amarillo". Ese mismo día me pidió que lo acompañara a su habitación, donde sacó de un mobiliario una especie de rosario, que los budistas utilizaban para acceder al nirvana y me volvió a preguntar por mi apellido: Zenobi, italiano, nada importante... le dije. ¡Nada importante para usted que tiene sangre italiana! exclamó. Lo mejor de lo mejor: Dante, Virgilio, agregó. Tiempo después sospeché que había vinculado la raíz Zen, que comienza mi apellido, al budismo Zen. Todavía hoy siento que lo inventó en el momento, sólo para congraciarse con el chico que yo era, con un comentario algo especial, pero que no cedía de mi parte a la tentación publicitaria de hacer mis excursiones conocidas. Me daba cuenta de que ese hombre prefería la intimidad anónima y el hecho de que yo pudiese acceder a ese lugar, era para mí un acontecimiento más profundo y verdadero que cualquier otro que me había acontecido. Muchas veces, mis amigos me insistían para que lo filmara o lo grabara, pero yo no condescendía: "La amistad es la más honda de las pasiones y yo no hago el amor en público", solía decir, bajo la influencia del Quijote, del Martín Fierro, de Dante. Lo cierto es que yo amaba a ese hombre, entrañablemente. De una manera u otra, por él supe que un laberinto es una biblioteca y que, cuando uno más conoce, más extiende su ignorancia. De allí que la mayoría de sus protagonistas terminen derrotados por aquellos que viven la directa simplicidad de la vida. Por ejemplo, Lonrot, el detective filósofo es vencido por el asesino Red Scharlach. Esto permite considerar que su literatura establece una cierta distancia entre la literatura y la vida, porque la literatura acarrea una dificultad, tal vez una falsa conciencia de las cosas, una conciencia literaria. Incluso, a veces, la literatura conduce a la muerte. Por eso sus personajes intelectuales fracasan o son vencidos por los más simples, a la par que suelen extraviarse en la realidad, al ser esta simultánea y la lengua y la escritura, sucesivas. Después de un tiempo, yo solía reconocer de memoria cualquier párrafo de su obra y decir de qué texto se trataba. Un día se lo comenté y me dijo que su abuela inglesa hacía lo mismo con la Biblia.
Mi amigo era un hombre tenue y bastante tímido. Una tarde le pregunté por una frase de su relato El inmortal pero no la recordaba y me aclaró que no podía buscarla porque no tenía ningún libro suyo en su biblioteca. Yo no tengo buenos libros, agregó, a lo que yo respondí: Me está faltando el respeto, Otras Inquisiciones es uno de mis libros de cabecera. Me concedió, con el rostro sonrojado, que era un buen libro. Yo agregué: ¡Un muy buen libro!. Un muy buen libro, repitió sonriendo tímidamente.
En una ocasión hablamos de Lugones y de la cantidad de suicidas conocidos que tenía nuestro país. Comenzamos a enumerarlos: Alem, Belisario Roldán, De La Torre, Quiroga, Alfonsina y tantos otros. Me contó que había pensado varias veces en el suicidio; increíblemente era un hombre apesadumbrado. En otra oportunidad, ya como de costumbre y sin previo aviso, fui a su casa porque estaba de paso. Charlamos de la filosofía inglesa, de los analíticos y le hice firmar La historia de la filosofía de Bertrand Russell. ¿Sabe lo que dije de esos libros?, me replicó: Que si tuviese que ir solo a una isla, (aunque no sé por qué yo tendría que ir solo a una isla) ese sería el libro que llevase. Recuerdo muy especialmente esa oportunidad, la recuerdo porque después de unas horas, le dije: Bueno, yo estoy abusando de su paciencia, así que me voy. No, no, me respondió, estoy casi todo el día solo. Hay algunas personas que exaltan la soledad, pero, me quiere decir ¿que tiene de bueno estar solo?
La última vez que fui a su casa, me preguntó si había leído su libro, La cifra, de reciente aparición. Le dije que no, que una amiga me lo había regalado, pero que en realidad, hacía un tiempo que había dejado de leerlo, porque estaba explorando otras obras. Hace bien, me dijo, cuando uno deja de leer a un autor puede haberlo incorporado, pero es una lástima, me hubiera gustado que me dijese si le gustaba un poema que escribí. Le pedí que me dijese cual era, que apenas llegase a Rosario, lo leería. Me dijo: Nostalgias de un presente. Llegué y lo leí. En su momento no me pareció gran cosa, sólo me motivaba el hecho de que se trataba de una especie de confesión, una declaración de amor a una mujer: "Que no daría yo por estar a tu lado en Islandia..." Lo reitero, no me había parecido gran cosa, sólo que cuando al año siguiente volví a Buenos Aires y toque el timbre acostumbrado en el departamento del sexto piso de la calle Maipú, la voz de la doméstica, por el portero, me dijo: El señor viajó a Suiza hace dos días. No pensé en ese momento, lo que sabría unos cuantos días después. Que no lo vería nunca más.
A pesar de todo lo que sabemos, de todo lo que nos resulta esperable, los mismos acontecimientos nos resultan sorprendentes y pueden retornar distintos sentidos. Le debemos muchas cosas a la magia de nuestra imaginación. Ese poema, el primer verso de ese poema, guardó para mí la intensidad de una confesión y se transformó en un presente bellamente considerado. A veces lo he reencontrado, lo reencuentro, en un sueño y muchas veces, cuando suelo caminar por Buenos Aires, por México o Maipú, por Serrano y Soler, o sentarme en un banco de la plaza San Martín, repito "Que no daría yo por estar a su lado en Islandia..."
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