Miércoles, 23 de junio de 2010 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Manuela tenía una tortuga mucho antes de la coincidencia con la canción. Ella y su bicho eran lo mismo y se las llamaba por ósmosis a ambas de igual modo. Se la había traído el papá que era camionero de Salta, lugar donde nos enteramos que vivían. Era de las de tierra pero también había de agua que eran ovoides y con dos tiritas colgantes bajo la mandíbula y había que mantenerlas cerca de un charco de lo contrario morían. A la mía la mantenía en el jaulón donde mi viejo criaba diamantes que son unos pajaritos chinos que se reproducen como ratas y tienen una descendencia florida y bella que el traducía en algún dinero extra para la casa. Mi tortuga reinaba entre el mijo algo podrido, las hojas de lechuga oxidadas y el agua nunca del todo clara que manaba de una torrecita de cemento que habían construido en el centro. Una tarde que me junté con Manuela confrontamos a ambas y no pasó nada. Ella estaba sentada frente a mí, con sus trenzas y su vestidito verde. Olía a colonia, tenía pelitos dorados en las piernas. Sobreactuando un aplomo que no poseía, la conduje hasta la terraza para que viera como desenganchaba un barrilete que se mecía, medio fantasmal en la antena y así jugar con su miedo ancestral al vértigo, mi modesta gallardía sin límite para deambular sobre el vacío. Lejos de estarse angustiada le pareció fabulosa la idea. Te falta sacar la cola, me gritó desde los cinco metros de abajo, cuando yo intentaba descender con el honor y los huesos intactos. Es un pedazo de trapo, repliqué. No importa, tenés que sacar todo. Así lo hice solo pendiendo de un pie en el borde de ladrillo con murito y el otro encajado justo entre los hierros. Bajé con el vellón sucio. Lo tomó y lo olió. Hmm, tiene olor a viento de la primavera. Ah, contesté. El pelo rizado en bucles se le enredaba en la cara y decidió atarse la colita. Debajo de las axilas había otro vello indeleble y dorado. Sin pensarlo me explayé: Tenés pelos rubios en las piernas y ahí pero en tu cabeza son negros. Es porque ya me hice señorita, contestó resuelta. Abajo,junto a la mesada de la cocina, mientras mi madre fregaba delante nos mostramos que teníamos pelitos de distintos colores, pues distintos eran los pubis y distintos los sexos. Yo tenía más, ella menos, pero eran más perfectos, bordeando el tajito tenue y el enmarcado en las puntillas rosas de su bombachita. Yo había olvidado el calzoncillo que de ser blanco inmaculado ella no se hubiese reído como lo hizo. Porque estaba amarillento de uso y parecía meado. Cuando me acordé ya era tarde. Ahora me la tenés que agarrar, le contesté a su burla. Bueno, ya somos novios entonces. Ante una estampita, junto a la máquina de coser y la radio decidimos casarnos. Le di un dedal por anillo y ella me chupó la oreja como beso nupcial. Era un beso acuoso de perrita que me dejó un olor desagradable a saliva y a sudor contrariado, metido en el miedo reinante en la casa por lo que estábamos haciendo, las hormonas fragantes que expelían lo suyo. Olés como un bagre, me susurró cuando quise devolverle el beso en los labios y se lo estampé por la ceja. Mi madre se había silenciado en una pausa de su esclavitud así que nos alejamos y fuimos hacia la cocina. En el rincón, dentro de la caja ambas tortugas estaban quietas, ignorantes una de otra. Yo sentía el pito pegado al calzoncillo porque, como había descubierto no hacía mucho, expedía su saliva poderosa como adherente en algunos momentos que pensaba o veía ciertas cosas. Se lo dije. ¿Duele?. No, para nada, hay que despegarlo despacito, así, ¿ves? Y me metí la mano que se salpicó en menos de un segundo. Ella asistió al evento dando un respingo: ¡Sé lo que te pasó! ¡Yo sé lo que te pasó! Cantaba su sonsonete y me apuntaba con el dedito. Yo le mostré los míos, los derechos. Ella extendió con los suyos la telaraña invisible que se había fabricado y armó un hilo plateado desde mi anular al suyo. Un puentecito, exclamó, al tiempo que se cortaba y al restante del material de mi construcción ella se lo llevó a la boca. Es como una harina. Nunca la probé, contesté. Eh, estás colorado como un tomate, tomá quedó un poquito, probalo y me deslizó su meñique por mis comisuras. Luego pidió que encendiéramos la televisión porque quería ver una novela o se iba a la casa. -¡Encendela ya o me voy, ya son las cinco! !Y la novela era a las cuatro y media! !Sos un malo! ¿Porque no me avisaste?. Afuera ondeaba otro barrilete que había descolgado el viento solo y que pertenecería a algún vecino. Mirá, ¿Querés llevarte ese barrilete? Eso que dijiste es una idiotez. Sos malo, lo que quiero es ver la novela y vos estás ahí parado como un estúpido. Tuve miedo que oyeran que me retaba, tuve pánico a que se pusiera a gritar o llorar. Nada sabía de las mujeres y era mi primer matrimonio al fin y al cabo. Hizo un chasquido con la boca, capturó a Manuela y de un portazo abandonó mi casa.
Cuando entró mi madre notando mi extrañeza y el silencio alargado ya en la oscuridad de cielo nublado de repente me preguntó por ella. Que se yo, se fue para ver la novela. Y claro, hijo, a las mujeres eso nos gusta. Y mirándola de espaldas, en puntas de pie para alcanzar una botella de bencina del aparador alto no dejé de admirar sus lindas piernas. Me hubiese gustado sentarme y contarle lo que estaba sintiendo, ella entendería seguramente. ¡Ay Dios, una nunca termina con las cosas de la casa!, pasó bufando a mi lado con un franco malhumor. Me pareció que no era el momento. Devolví a mi tortuga a su jaulón, me quedé allí junto al tejido en cuclillas, fascinado por la aspereza del caparazón y porque en cinco minutos a lo sumo ya se estaba haciendo de noche en el mundo y estaba viviendo mi primer divorcio.
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