Lunes, 5 de julio de 2010 | Hoy
Por Javier E. Núñez
Quité todos los espejos de la casa. Retiré hasta la última foto de cada portarretratos. Me deshice del televisor: vivíamos tan sólo con la radio y los numerosos libros que poblaban la biblioteca, forrados en riguroso papel madera, con el título y el autor escritos a mano en el lomo. También me tomé el trabajo de revisarlos uno por uno, arrancar con cuidado cada página ilustrada. Sólo dejé las de El Patito Feo, en una bella y antigua edición de los mejores cuentos de Hans Christian Andersen. Por un tiempo funcionó y Agustín creció feliz. A veces me preguntaba, con su todavía limitado lenguaje infantil, por qué nunca salíamos de casa, por qué ese encierro escrupuloso, por qué el cortinado pesado y juicioso de las ventanas. Por qué hicimos una isla de la casa. Yo le contestaba que no necesitábamos nada más: él y yo, nosotros dos, éramos el mundo.
A medida que crecía empezó a desconfiar. Notó que yo salía a la calle, que eventualmente me veía obligada a abandonar ese universo inalterable que habíamos erigido para ir en busca de alimentos o conseguirle ropa nueva cuando la anterior ya no le quedaba. Intuía, en esas partidas subrepticias, una mínima traición, una deslealtad irreversible. ¿Por qué yo podía salir, andar bajo el tibio sol de septiembre, experimentar el milagro de la lluvia -Agustín, a lo sumo, pudo sacar la mano por la ventana en un par de ocasiones, bajo mi estricta vigilancia, para sentir cómo las gotas estallaban en su palma- o pisar el manto de hojas secas y crujientes que en otoño cubría la vereda? ¿Por qué a él le estaban vedadas esas pequeñas maravillas del mundo exterior?
Y por fin notó las diferencias. Su reflejo en el agua de la bañera tibia y llena, en el vidrio de una ventana, incluso la imagen distorsionada que le devolvía la pava desbarataron mis precauciones.
"Es porque yo soy distinto", dijo esta mañana, mientras tomábamos el café con leche en una cocina sombría, con la persiana apenas levantada para que los haces de luz del sol se filtrasen por las rendijas.
"Vos no sos distinto, hijo. Sos especial", atiné a decir. Fue lo único que se me ocurrió.
"Me protegés. Tenés miedo de que la gente no me quiera por cómo soy.
Soplé el café para desbaratar mi reflejo. Sé que algún día comprenderá. Algún día Agustín también se irá, como su padre, como todos los demás; sólo quedaremos mi fealdad y yo, esta secuela irreversible del accidente.
Mientras tanto le niego la belleza, oculto la normalidad. Lo dejo creerse el patito feo para salvarme de su asco y su desprecio y retenerlo a mi lado un tiempo más.
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