Domingo, 11 de julio de 2010 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
No quiero decir (por otra parte quién soy yo para decirlo), que vivimos en un tiempo en el cual la mediocridad hace gala de ser la dueña de las preocupaciones de una gran mayoría. No es que no ocurran cosas trascendentes, pero la ocupación de una enorme mayoría se desvía hacia cosas cuya trascendencia, desde el punto de vista de la historia del hombre son naderías o algo parecido. Esto nos recuerda un libro que cada tanto es conveniente repasar: "Apenas ayer", de Frederick Lewis Allen, una historia informal de la década del veinte en los Estados Unidos. El libro fue escrito en 1931 y de allí su título, "Only Yesterday". Después de una época de engañosa prosperidad, que se ubica entre los once años que van del fin de la guerra del 14 (noviembre de 1918) hasta el pánico del derrumbe de la bolsa de valores (noviembre de 1929) se llegó a un tiempo que podría suponerse similar a las de las siete plagas de Egipto. Allen es asombrosamente lúcido en su análisis. No tan sólo en lo que fueron los llamados los llamados años del jazz sino en su pensar sobre el futuro. Pero nos interesa su mirada a la década del veinte Es cierto que el autor toma en serio las cosas que fueron serias, por ejemplo la crítica, en sentido de censura, mostrando la insatisfacción de los intelectuales norteamericanos con respecto al gobierno. Ese hombre, H.L. Mencken (1880 1956) fue leído por muchos, pero quienes tendrían que haberlo escuchado no le prestaron la mínima atención. Desde el "American Mercury". "Mencken, nos dice Lewis Allen, vertía su ácido cítrico sobre el sentimentalismo, la evasión y pomposidad académica en los libros y la vida; vapuleaba a los rotarios, los metodistas, y reformadores, ridiculizaba la religión de la prosperidad (") y contemplaba la escena norteamericana en general con una carcajada estridente y profana".
Lewis Allen no es menos ácido. Si los valores barridos durante los años de postguerra habían desaparecido para no volver jamás, se buscaba a tientas otros nuevos que ocupasen su lugar. "Si esa búsqueda existía, no fue prematura. Porque para muchos hombres y mujeres el nuevo día tan sonoramente anunciado por los optimistas y propagandistas de la época de la guerra se había convertido en noche antes de llegar, y en la incierta oscuridad no sabían hacia dónde dirigirse. Podían rebelarse contra la estupidez y la mediocridad, podían encontrar un magro placer en el hecho de contemplarse a sí mismos con piedad como miembros de una generación perdida, pero no les era posible hallar sosiego".
Es cierto como dice el autor que todas las naciones, en todas las eras de la historia, son arrebatadas de tiempo en tiempo, por oleadas de contagiosa excitación relacionadas con manías o modas o problemas de mayor o menor dramatismo. Él analiza lo que aconteció en su país: las causas célebres carecían de absoluta importancia desde el punto de vista tradicional del historiador. Muy pocas personas fueron afectadas por esas causas, pero el hecho que pudiesen atraer las esperanzas y temores de una cantidad de personas sin precedentes, es digno de analizar. Eso es lo que hace Lewis Allen en su obra. El espíritu cívico estaba en decadencia, puntualiza, y parecía que una gran mayoría, estuviera de acuerdo con aquello que son dichosas las naciones que no tienen historia pero si muchos buenos espectáculos para presenciar. Esos espectáculos fueron la esencia de lo que Lewis Allen llama los años del sensacionalismo.
Es así, por ejemplo, que un juicio criminal tuviese más atención que el hundimiento del "Titanic" o que posteriormente el vuelo de Lindbergh causara más sensación que el Armisticio y el derrumbe del Imperio Alemán. El país, nos dice el autor, tenía pan, pero quería circo y ahora "podía concurrir a ellos por millones". Juegos como el Mah Jong fueron el alimento espiritual del año 1922; para 1923 se pusieron de moda las bananas, sobre todo por una canción que aún hoy puede escucharse y en 1924, fue el auge de los libros de palabras cruzadas cuyas ventas fueron asombrosas, al menos hasta el año 30.
Hubo otros hechos a los que se refiere este libro que leemos con renovado placer, porque si bien trata de todo eso que pueden considerarse frívolo, él no pierde de vista que lo eran y que finalmente resultarían malsanos para esa sociedad, como lo hubiesen sido como para cualquier otra. El cine de años posteriores supo tratar algunos de esos temas con verdadero talento y poniendo el acento en el montaje circense que rodeaba una tragedia, por ejemplo la de Floyd Collins, que quedó encerrado en un pasaje subterráneo y que finalmente murió sin poder salir. Un periodista bien intencionado pido llegar, dado su pequeño tamaño, hasta el lugar donde el pobre hombre estaba aprisionado y sus crónicas revelaban la tragedia como tal. Pero el público que rodeó el lugar (junto con los vendedores de distintos alimentos) quería sencillamente algo de circo. Los tabloides, que en ese momento eran los dueños del sensacionalismo, daban las noticias con grandes titulares y barato melo dramatismo. Ese circo duró 18 días.
Otro periodista, Charles Merz, puso en ironía de la situación al comentar poco después de un mes, el derrumbe de una mina en Carolina del Norte, donde 71 hombres fueron atrapados y 53 de ellos murieron. Para el público mayoritario se trataba nada más que un "desastre minero" y eso no les llamaba la atención. Ese tipo de auténtico drama, no pertenecía a la categoría de pan y circo que anhelaban las mayorías.
Hubo sí un caso que tuvo interés ya que presentaba la lucha entre la religión (o más que la religión el oscurantismo) y la ciencia. Fue cuando un maestro de Tennessee se atrevió a enseñar la teoría de la evolución que, por otra parte, aún hoy provoca conflictos. Clarence Darrow, uno de los más célebres abogados norteamericanos, lo defendió contra el ataque que dirigió el fundamentalista William Jennings Bryan. Pero aún en este caso, tan serio por su trascendencia, tuvo aspectos del circo que buscaba el público. Fueron días de circo donde abundaron los vendedores de sándwiches de chorizo y de limonada. Tal vez algún lector de estas líneas recuerden la magnífica versión cinematográfica del hecho, basada en la obra teatral "Heredarás el viento". Las preguntas de Darrow fueron demoledoras, las respuestas de Bryan de un fundamentalismo ingenuo. Por cierto que no pudo contestar ninguna, pero si gritar que estaba allí para proteger la palabra de Dios contra el más grande ateo y agnóstico de los Estados Unidos, refiriéndose a Darrow. Por cierto que Scopes fue considerado culpable. ¿Ganó el fundamentalismo esa partida? Habría que decir que sí, pero más importante es pensar que pasaría ahora cuando los enemigos del evolucionismo siguen en su lucha.
Si bien Lewis Allen cuenta otros muchos sucesos explotados por el sensacionalismo, pone el acento en el vuelo de Charles A. Lindbergh, que lo convirtió no sólo en el ídolo absoluto sino prácticamente en un dios. Habría que recordar que el vuelo de Lindbergh no era el primer cruce del Atlántico por aire. Son muchos los ejemplos que Lewis Allen da al respecto, pero nos interesan más sus conclusiones. "¿Por qué esa idolatría hacia Lindbergh?" La explicación es sencilla. Una nación desilusionada, alimentada con heroísmos baratos y escándalos y crímenes, se rebelaba contra la baja estimación de la naturaleza humana que se había permitido aceptar. Durante años el pueblo norteamericano había sido espiritualmente hambreado. (") El sensacionalismo había dado al público héroes contemporáneos ante los cuales prosternarse, pero estos héroes, con suculentas ganancias provenientes de contratos cinematográficos y de artículos escritos por redactores de alquiler no resultaban del todo convincentes. (") Y de pronto Lindbergh proporcionó romanticismo, caballerosidad, abnegación: helos ahí corporizados en un moderno Galahad para una generación que había abandonado a todos los Galahad. (") Y la maquinaria del sensacionalismo estaba preparada, esperando para elevarlo a un lugar en que todos los ojos pudiesen verlo. ¿Es de extrañar entonces que su recepción pública adquiriese los aspectos de una vasta resurrección religiosa?".
Después de él continuó la oleada de quienes buscaban en el deporte la forma de transformarse en ídolos, héroes de una nación hundida en gran parte en la mediocridad. Hoy (en este invierno del 2010) se pondrá fin a un espectáculo deportivo que ha concitado la atención de millones y millones de espectadores. ¿Se enojará el lector si decimos que nuestra mayor alegría sea saber que un pulpo (un pulpo de verdad) adiviné quien será el ganador de un partido, en este caso de la final del Mundial de Fútbol? No sabemos, al escribir estas líneas si el pulpo adivino acertó y se comió el mejillón que tenía que comerse. Esperamos que acierte y que el pulpo tenga, cuando llegue el momento, el monumento que se merece más que nadie. Creo que sería la primera vez, en la historia del hombre, que un pulpo, contará con un monumento y más aún hasta es posible que su figura se haga alguna instalación que a lo mejor obtiene un primer premio en alguna de las bienales de arte que en estos tiempos abundan.
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