Lunes, 12 de julio de 2010 | Hoy
Por Javier E. Núñez
La historia la refiere una pareja amiga -D. y R.-, en un bar del shopping. La cuentan por turnos, o mejor: interrumpiéndose, corrigiéndose, apoyándose el uno en el otro para no obviar detalles. La historia, dije, aunque podría haber dicho la anécdota. Es un relato menor que no justifica estas palabras; acaso, con tiempo y ganas, la punta desde donde desovillar una ficción, tergiversando hechos y añadiendo circunstancias que la sostengan. Sin embargo siento la necesidad de contarla así, como me llegó, sin disfraces ni artilugios ni oficio. O con los mínimos indispensables. Es sobre otra pareja que mi mujer y yo conocemos de pasada, tras coincidir en varios cumpleaños. Ni ella se llama Laura ni él Andrés. Pero hagamos de cuenta que sí. Reservémosle, en la verdad, este mínimo espacio a la mentira.
La primera vez que los vimos no estaban casados. Fue en el cumpleaños de D. Se sentaban muy cerca uno del otro, se prodigaban besos y murmullos a lo largo de toda la reunión, se daban de comer en la boca y cosas por el estilo. Una especie de amor empalagoso, de amor aprendido en folletos color rosa. Los seguimos viendo durante un buen tiempo, siempre en celebraciones ajenas en las que coincidíamos. Se casaron, tuvieron un hijo, más tarde otro más. Contra lo que se podía esperar -o desmintiéndome, desbaratando mis argumentos de que el enamoramiento y el amor son etapas diferenciadas, que la primera siempre tiene fecha de caducidad e inevitablemente uno se amolda y se entrega a una compañía más serena, reservando el derroche para momentos específicos- durante cinco o seis años se aferraron a la ternura pegajosa, a una melosidad que exhibían en cada festejo como otros a sus hijos o al éxito económico. Después algo se rompió. Una de las últimas veces que los vimos, el parecía atrapado en la misma devoción inicial, en esa prodigalidad constante de ternura y cursilería en partes iguales. Ella, en cambio, parecía hastiada o incómoda en esa marea de besos y arrumacos. Me parece que se están por separar, dijo mi mujer mientras volvíamos, porque Laura había mencionado la posibilidad cuando sacaban la torta de la heladera o una nueva tanda de pizzas del horno. Sin embargo la relación pareció haberse encausado o reflotar porque unos meses después mi mujer volvió a verla en algún otro evento al que yo no fui, y la posibilidad de la separación había quedado en el camino, ligada a una crisis esporádica que ya había sido superada.
Y entonces la historia, el repaso de novedades en esta mesa del shopping. Se hicieron amigos de otra pareja, nos cuenta R. Los hijos iban juntos al colegio y empezaron a reunirse de vez en cuando para comer, para salir a algún lado si podían dejar los chicos al cuidado de la abuela, para hacer un asado un fin de semana. Al tiempo Laura empieza a salir con el marido de la amiga. La amiga sospecha, se entrega al desasosiego de la duda, se rinde al bochorno de revisarle la billetera mientras él está en la ducha, a la humillación de espiarle el celular mientras duerme a pierna suelta. Pero no lo enfrenta: en lugar de eso, se lo cuenta a Andrés. Para entonces ya tiene certezas. Pone sobre la mesa las evidencias, devela los entramados de una relación clandestina que Andrés ignoraba por completo. El se niega a aceptarlo. Pero ella desarma su reticencia, desbarata su descreimiento con el minucioso y sostenido seguimiento que viene haciendo desde hace tiempo. Y Andrés acaba por aceptar lo inaceptable.
Se pudrió todo, dice mi mujer.
Sí, pero todavía no, aclara D.
Andrés y la amiga de su mujer optan por el silencio, nos dice. Se callan, hacen de cuenta que no saben nada, se entregan a la simulación dentro de ese otro simulacro que era cada salida de sus respectivas parejas. Engañan a los engañadores haciéndose los engañados. Pero lo saben: saben que se ven, que se encuentran, que se llaman cuando creen que nadie los escucha. Montan una inteligencia conjunta, una red de llamados entrecruzados, cotejando horarios, evaluando posibilidades, tendiendo una trampa que sea definitiva. Y una tarde los esperan para agarrarlos in fraganti, con las manos en la masa, en orsai. ¿Sabés que hicieron?, dice D. Los esperaron a la salida del telo. Andrés y la mujer del otro tipo. Con un escribano público. Una escribana, en realidad. Les cruzaron el auto ahí, en la puerta, para no dejarlos escapar; labraron un acta donde dejaban asentada la infidelidad y con eso Andrés la desplumó. Se quedó con todo: la casa, el auto, los muebles. Hasta los padres de Laura cayeron en la volteada: tuvieron que vender algo para que ella cubriera cierta deuda.
Nadie se ríe. Ni D. ni R., mientras lo cuentan; tampoco nosotros. La historia es triste. Hay algo que me incomoda, que me revuelve el estómago mientras nos despedimos, mientras bajamos en busca del auto y seguimos -ahora mi mujer y yo, a solas- desgranando el suceso. Cómo se puede, le digo, tener tanta sangre fría. Le pido que se imagine la situación: sabiéndose engañada, aferrada a la certidumbre de que el otro nunca está donde dice estar. Comer, dormir, reír juntos. Mantener la rutina sin fisuras aunque eso implique, incluso, sostener el simulacro en conjunto: cruzarse con el amante de la pareja en la puerta del colegio, comer los cuatro juntos como tantas veces, espiar o intuir cada mínimo gesto que prefigure una complicidad. Sostener, durante las semanas o meses que duró el trabajo de inteligencia, un simulacro constante sin otro objeto que el de atrapar al otro en el momento indicado para favorecerse en la división de bienes.
Coincidimos en señalar que no hubo un engañado por pareja: hubo dos. Lo que no nos atrevemos a señalar es cuál nos parece peor. O mejor. Si uno justifica al otro o no. La diferencia principal, estimo, radica en que el engaño de Laura podía ocasionar un perjuicio a su pareja, en caso, como ocurrió, de que se descubriera su infidelidad. El engaño de Andrés, en cambio, buscaba concretamente ocasionar un perjuicio deliberado. Y es ahí -no en el perjuicio, no en la venganza o el divorcio contencioso sino en el engaño cotidiano, en los silencios de la sobremesa, en el papel de doble agente jugado en la guerra fría del hogar compartido- donde intuyo la parte más sabrosa de la historia.
Quizás algún día lo escriba. Quizás alguna vez parta de esa espera en la puerta del telo, con un hombre y una mujer aguardando a sus parejas, y vuelva hacia atrás para tejer las argucias del engaño. O puede que mañana lo olvide, y todo esto no sea más que una historia cualquiera, intrascendente, poco memorable, referida en la mesa de un bar.
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