Viernes, 3 de marzo de 2006 | Hoy
Por Beatriz G. Suárez
En la primera semana me envuelve una sensación extraña, como si a cada rato fuera a dar el pronóstico.
De alguna manera la escuela y su milagrosa intervención marca un ritmo en el desordenado tiempo de cada vida. Guardapolvos de junio que no son en febrero, tareas circulan en los domicilios como sentencias judiciales y un niño entra al grado con una tristeza similar a la última dentición.
Recuerdo de pronto lo que el abuelo del último nieto encontrado (víctima de la represión de estado en el golpe militar del 76) dijo a la prensa hace unos veinte días luego de veintiocho largos años en que este chico fue criado por otra familia: "Cuánto tiempo hemos perdido".
Con una desesperación alegre y la tristeza del reloj inclaudicable este abuelo monarca de la paciencia me hizo pensar en lo hondo de sus palabras.
La dictadura cometió el peor asesinato que existe y es el de privar a alguien de transcurrir los quisquillosos díaadía, los agotados y corrientes momentos en la casa cualquiera, la gramática del jueves o la política del sábado.
Un comienzo de año, de salón, de maestro, un volver sobre los pasos balanceados de un abuelo para recibirse de nieto en una sopa luego de ensaladas frutales de sumas y letras.
La primera semana de clases, marzo, trae esto; lo que estos abuelos de plaza no pudieron pasear en los mayos secos de las botas altas, abuelos que no estuvieron para anular un reto de los padres o comprar gallinitas de merienda.
"Cuanto tiempo hemos perdido" da dolor sin nacionalidad y evoca un innegable vacío. Desmayado el ayer proyecta un no se que y el nieto recuperado de tanto que este abuelo no le ató los cordones vuela ya con barba hasta este otoño justo en que cumple treinta años este invento macabro.
Entran a la escuela, a transitar la jaula paso a paso. Argentina esta en ellos, aprender a leer, detallar la historia y transmitirla, aprender a esquivar la parca acurrucada de los años setenta, el sueño indiscutible de la calidad personal abolida por decreto.
Le diría al abuelo que persista, que aún así no terminan las clases, que en el medio de todo lo perdido se escucha el grito de un canario, que aún en el ahogo y el apego la vida salva pájaros.
Que tal vez en veintipico años de vivir ahuyentados se fabricó un vínculo de búsqueda con carpeta y ojalillos como los de cualquiera.
Que aún se puede ser abuelo de plaza por mas que el nieto sufra cosas de grandes y no tema a la noche. Y no avance hacia el Faber primero.
El alacrán Galtieri, las víboras Viola, el moco Videla jamás podrían alterar esta oportunidad de que arribe la lluvia ante tanta sequía.
La primera semana de clases tiene olor a siete. A que ya falta poco, a que nadie se quede.
Un honroso pastor de almas velará por este chaparrón de encuentros y en honor a eso alguien aprenderá el abecedario nuevamente.
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