Viernes, 20 de agosto de 2010 | Hoy
Por Víctor Zenobi
Mi recuerdo retornó cuando Juan me confesó que no había regresado a la clase porque le daban vergüenza sus zapatillas rotas. Le respondí que la vergüenza debían tenerla los otros y no él. Por supuesto, después reflexioné que eso no era suficiente, aunque algo liberaba dentro de mí, un recuerdo muy lejano que ahora se enroscaba al presente, desdoblando al menos, en algunas significaciones posibles, el oscuro sentido que yo le otorgaba.
Y a pesar de que el tiempo había impreso el olvido, rebelándose en el blanco de mis hojas por no hallar la palabra en la voz adecuada, el muerto revivió en una frase arrancada al pudor de otro. Palabras que sobrepasan a la angustia, confundiendo la extinción imaginada en la extinción real del niño muerto, que ahora, con la vergüenza de Juan, me llamaba con el aleteo casi irreconocible de su voz.
Por un momento, creí que el otro estaba conmigo, encerrado en mi desconcierto, y de hecho lo sentí a mi lado, disculpando en su imposible memoria indulgente, que yo no supiese estar vivo cuando él vivía estando completamente muerto. Y a pesar que venía de muy lejos, emergiendo de las regiones oscuras donde habitaba, me sentí conmocionado ante las imágenes que arrastraba: el ámbito de mi niñez y los chicos de alpargatas, entre los cuales me creía uno de ellos, aunque no me consumiera una asidua languidez en el estómago.
En frente de mi casa había un baldío y en él vivía un chico que se llamaba igual que yo. No fueron muchas las veces que nos frecuentamos, pero hubo una vez, que ahora ha retornado a mi puerta. Mi padre me había enseñado a leer y yo tenía un libro de Salgari en mi bolso, que mi vecino descubrió hurgando con impudicia en él. Con desparpajo me preguntó de qué trataba. No sabía leer, dijo, y creo que lo dijo con un poco de vergüenza. Los demás se rieron, pero tampoco sabían leer ya que casi ninguno podía ir a la escuela porque cirujeaban. En algún momento, Marco me pidió en secreto, que leyese en voz alta. Yo sentí que comenzaba nuestra amistad, que nuestras diferencias no importaban y que mi nombre cobraba sentido como también el suyo, por supuesto, sin llegar a imaginar hasta que punto.
Muchas veces, generalmente hacia el atardecer, nos enfrascamos en las aventuras de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn. Unos días o semanas después, descubierto el secreto, los otros se sumaron a la aventura, que no duró mucho precisamente, hasta que la tragedia sobrepasó a mi amigo. Su padre era alcohólico y una tarde, en que escapaba de su ira, el tranvía, que pasaba justo delante de nuestras casas, lo mató. Quedamos desolados, la muerte había arribado a nuestra calle y entorpecía nuestra infancia con su canción siniestra. Mi madre no me dejó salir y lo que más me impresionó fue que mi padre, que tenía que caminar unas cuadras cuando volvía del trabajo, entró con el rostro desencajado. Venía por Cerrito y unas mujeres que pasaban, exclamó, comentaban que en Necochea y Cerrito, el tranvía había matado a un chico llamado Marco. "Las piernas no me alcanzaron, pero cuando llegué y vi el cuerpo tapado y las zapatillas rotas, me dí cuenta que no era nuestro hijo". Mi padre me abrazó y después enmudeció, como solía ser su costumbre. A la noche, cuando se acercó para verme dormir, escuché que mi madre le decía: "Seguís mal". Mi padre le respondió: "Es terrible tener que aliviarse con la muerte de un niño". Esa noche, mi padre lloró y yo, no pude dormir por un par de zapatillas rotas.
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