Sábado, 18 de septiembre de 2010 | Hoy
Por Miriam Cairo
¡Hombre, no va a volver enseguida a su casa! Nadie lo espera. Es decir, hay alguien que le controla el horario, pero que en verdad no lo espera. No confunda las cosas. Tiene tiempo para beber conmigo otro vaso de ron. Le hará bien. Vamos, no se niegue, es la hora de mi aperitivo, antes de mi segundo vaso de ron. Hay un bar parecido al que está cerca del cementerio, se sentirá como en su casa. Además, se venden también coronas. Podría llevarle una de regalo a. Beba conmigo y no se mortifique más, caramba. Si se pensara en todas las desdichas del mundo no se podría llorar más. ¡Y hay que vivir! ¿Se da cuenta? Vivir hasta que de pronto quien nos controla el horario por accidente tenga la suficiente inspiración para hacernos morir electrocutados en la bañera, o bien, tener la compasión de sazonar la comida del delivery con raticida. Una vez muertos, ¡le aliviaríamos, a quien controla, tanta preocupación horaria! Y nosotros, a su vez, nos demoraríamos para siempre. ¿Vio? Todo tiene su lado bueno, ¡y es el lado bueno el que hay que tener presente!
Cuando le quitaron la venda de los ojos, se encontró rodeado por un grupo de mujeres de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar que le pareció hecho a su medida. Por fin descansaría de sí mismo.
Tantos años tratando de comprenderlas le habían conferido un mediano dominio de la psiquis femínea, por lo que intentó una despedida cordial que fue mal entendida. Entonces floreció en él una idea digna de su talento y su cultura: "¿quiénes son ustedes que juzgan al hombre ajeno que sólo para su señora está en pie o cae?" Una de ellas lo empujó brutalmente al grito de "¡yo soy tu señora!" El condenado tuvo un instantáneo pavor. Le pareció que el pecho se le rompía de angustia, pero otra vez se equivocó: el corazón enterito pasaba de mano en mano chorreando su sangre vehemente.
Azorado por el frío que desde el pecho rajado lo helaba por dentro, escuchaba a una mujer que hablaba con la voz de otra mujer: "ahora él se murió", decía. "Se murió pero porque se tenía que morir". "Sí, sí, fijémonos en eso, y nos evitaremos la náusea", repetían las demás. Fue entonces cuando el hombre descubrió en manos de quién estaba: esas no eran las típicas frases de las culonas sino de las meras portadoras de caderas anchas, y cómo éstas sólo existen en el territorio de las pesadillas, el hombre despertó a salvo.
De regreso a su casa, él parece un hombre del cielo, de la ciudad y otros pretextos. Pero es un sátiro de su propia soledad que se conjura a solas. Busca en el catálogo de ángeles un stripper macho que, como símbolo concreto del color, le ponga la mente en blanco.
Sólo cuando deja de ser un subterfugio marital y se extiende furioso sobre una viril inclinación en cuatro patas, cierna el oprobio y despliega desesperadamente un ala.
La mujer con rabo de ángel quemado cada noche cuelga la piel de lobo en el ropero, y respira un aliento de fantasma. La danza fría de la noche conyugal comienza con la carne impermeable a cualquier fantasía. A esta altura de la vida y de la muerte sabe que hay cuerpos amnésicos. Cuerpos incapacitados de estremecerse ante la voz de Martirio. Cuerpos que ya se han absuelto para siempre. Pero la mujer con rabo de ángel, que tiene un cuerpo culpable de estar vivo y de estar muerto, opta por la autocompasión clandestina que, por ser mujer, no deja huellas amarillas en la cama.
"No puedo olvidarte", dice el pensador sin cabeza y la inolvidable, bajo la parda niebla de un amanecer o sobre la vereda, exhala suspiros infrecuentes y breves, escucha la voz desde el pequeño teléfono, con la vista fija en los pies, mientras los olvidos pugnan en vano por dominar la música fabulosa del recuerdo.
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