Martes, 21 de septiembre de 2010 | Hoy
Por Javier E. Núñez
Dos cuerpos yacen en una cama. Dos universos distantes, estáticos. La respiración acompasada de ella, tenue, va abriendo grietas en la sólida penumbra que los aplasta, le llega a él como desde un lugar remoto o inimaginado, como si en lugar de haber estado allí todo el tiempo se estuviera aproximando desde los confines de un sueño.
Hay un cambio apenas perceptible en ambos cuando se presienten despiertos, una leve alteración en la manera de respirar. El jadeo pesado del sueño desaparece. Lo reemplaza el coordinado acto de inspirar y expirar suavemente, el inflarse del pecho cuando el diafragma se contrae, los pulmones capturando todo el aire del dormitorio.
Si hubiera alguna luz, si de golpe la persiana se enroscara sobre sí misma y el esplendor acuoso de la luna se desparramara sobre la cama, se alcanzaría a percibir cómo el pecho de él se eleva y se encoge apenas perceptiblemente; cómo el camisón de ella sube y baja, cómo las manos reptan por las sábanas para buscarse. Pero en la oscuridad todo es silencio, siluetas, ese respirar apenas audible, el deslizarse de las manos por las sábanas. Los cuerpos deshacen la brecha que se abría entre ellos.
Todavía dos, todavía individuales, comienzan una fusión paulatina mientras se abren al resto de los sentidos. La tibieza nocturna de la piel, el aliento espeso, la forma perceptible de los cuerpos recortada en la penumbra. Se buscan, se encuentran. Se exploran como si no se conocieran, hurgan en los rincones del otro como animales hambrientos, desbaratan el sueño con el deseo acuciante.
Segundo a segundo pierden consistencia: ya no son dos, ni son uno. Son fragmentos, partes humanas desperdigadas sobre la cama. Son dientes que muerden, dedos ansiosos, labios tibios, lenguas urgentes en una orgía fragmentaria. La fusión los recompone y se arman en un cuerpo único que vibra, se mueve, jadea, trepida, se solaza, se aquieta, se contiene, se tensa, se estremece, gruñe, ruge, estalla.
Recién entonces se reconstituyen dos cuerpos que retroceden a los bordes de la cama, se adaptan a la forma habitual, respiran de nuevo, cierran los ojos, sienten la pesadez del sueño, la distancia, vuelven a ser dos personas tendidas en una misma cama, dos universos distantes, estáticos, en medio de una noche cualquiera.
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