Martes, 9 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Adrián Abonizio
El ciego mira la noche y la puede tocar con su nariz pero decide oprimir las teclas de su acordeón: así llegará más puro y veloz su pensamiento a las estrellas. Lo sabe el bebedor que por un instante ha dejado la botella y dentro de la marea turbia entiende que sucede. Las chatas entran sin hacer demasiado ruido para no romper el paño del dibujo que se está formando: una esquina de ángulo, dos sombras, la luna mal crecida sobre una casita y la música que empieza a caer como si fuese agua deslizándose desde lo alto de una escalera. Hay un enriedo de luz que sorprende al borracho: el trolley que pasa despide constelaciones que parecen chocar con las que ya se estßn asomando y la bocina de un barco se mete en la misma tonalidad de la canción que toca el ciego.
Luego, cuando culmina, ambos bajan la cabeza a la vez, como si el concierto se hubiese dado entre dos y para el planeta entero que es apenas este sur que ya va siendo noche. Estamos en la vereda, bajo un ombú que la ha desfigurado con sus raíces sobresalientes. En el piso, las flores resecas manchan todo. La pelota, ya sin quien la coquetee está en un hueco de tierra del macetón, durmiendo. Arriba, en alguna pieza iluminada suena un piano y el Merceditas, el taxi del viejo Polonio se detiene a la puerta del garaje, como un perro acostumbrado a la cucha. El peluquero tiene colgado fuera un gusano blanquirojo que gira y parece tanto subir como bajar; con las luces, inclinado en ßngulo contra la pared parece que va salirse de su eje en cualquier momento.De pronto se empieza a detener: el dueño ha accionado la perilla de apagado y da comienzo al cierre del negocio. Como en sintonía, alternadamente se escuchan las persianas de los locales que bajan con estrépito de hollín: la panadería, el cerrajero, la zapatería. Es la música de la noche. La del viento que hace estremecer porque recuerda al invierno que ya se ha ido y produce un escozor entre las hojas. Es el altoparlante que debe andar por Montevideo invitando a una función. El ciego llama a alguien, nos llama. ¿Me cambian las chirolas? Y ofrece un tacho forrado en terciopelo que supo ser rojo donde tintinean los centavos. Vamos al kiosco quien recibe el puñado como una ofrenda y a cambio nos alarga dos billetes, azules, gigantescos. Se lo damos. Ni la tentación existe: robarle a un ciego es como matar a un perrito.
Además, lo sabemos, tiene un radar para saber con exactitud cuánto lleva recaudado. El borderó es el puc hero de gallina-, murmura y nos recibe extendiendo la mano. Y se levanta del pilar donde trabaja, silbando empecinado la misma melodía desde siempre. El canto de las sirenas-, dice, enigmático. Y se va; no tiene más que hacer media cuadra para adentrarse en el pasillo, junto a la columna, donde vive su noche eterna junto a su hija, la señorita que enseña piano. Ella debió ser la que se anunció hace un rato tocando, tal vez como una llamada para el padre avisándole que ya es tarde o que está la lista la comida. Llegan las criaturas de la noche: unos destemplados grillos empiezan a hablar desde la espesura y en el aire ya se oyen los siseos cortitos de los murciélagos. Hay un momento, sin embargo, en que no se oye nada, todo penetra en un gran y hondo pozo y si se aguza el oído se pueden escuchar las llaves en las cerraduras del que regresa después del yugo. Es como un juego de mareas; llega de pronto una, poderosa y reemplaza la sumisa para sumergir al aire de audiciones, luego, la calma expectante por donde sobresalen los aleteos de los pajaritos que vuelven a dormir en las alturas, alguna persiana descorriéndose, el grito de un madre llamando al hijo. La música de la noche. No la llamamos así. Le decimos "Eso" o "esto" y todos sabemos de que estamos hablando, creyendo que nadie en el barrio, en el mundo entero se ha percatado de los vaivenes de los sonidos que en si mismo forman una oleada poderosa, sumisa de a ratos, salvaje en otros, imperfecta e impredecible. Y debe ser así: estamos solos en la batiente semioscuridad como pacíficos guerreros luego de la batalla, descansando de una nada que nos ha fatigado porque sabemos que mañana y el otro y el otro día todo será igual o parecido y que la orquesta seguirá tocando bajo la rueda de la luna o la humedad que provenga del cielo. Es lo que reina sobre nuestras cabezas, vuela alrededor nuestro lo que nos maravilla y envuelve y nos trama una dulce fatiga que nos hace disolver a cada uno por su lado, afinando y desafinando con el ruido de nuestros pasos.
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