Miércoles, 8 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Guillermo Paniaga
Nada nuevo: cada vez que leo o releo un texto que me colma de ese deseo de haber sido yo quien lo escribió, tomo una hoja, un lápiz (que no es un lápiz, pero me resultan horrendas las palabras birome o lapicera) y comienzo a garabatear historias que bien pueden provenir de la más pura invención o de lo más profundos recuerdos... o más bien de una simbiosis entre ambos.
Y como ahora, cada vez trato de analizar el por qué de esta reacción siempre bienvenida, aunque la noche y el sueño conspiren contra todo intento de coherencia. Deduzco que podría tratarse de mis ansias de ser, de también ser, de poder escribir como él, que me mira con el pucho en la boca desde una foto y me obliga a pelear, junto con el estilo, contra los errores de ortografía y de sintaxis; es una lucha que se bate sobre la originalidad de un ego a veces demasiado grande y otras muy pequeño. Como sea, desde hace tiempo me propuse ganarle tiempo al tiempo y no desechar las oportunidades.
Por eso me armo de un lápiz (que no es un lápiz) e intento las primeras frases de esta historia que es un recuerdo pero que también es un cuento que terminará por deformarse a la medida de mi mente dictatorial. Confundido por la subjetividad desde la cual esbozo mi historia cuento recuerdo, sólo me queda una certeza: el nombre.
Ahora que cada palabra prepara un instante que es ella y un exorcismo que también es ella, me pregunto de qué manera puedo contar algo que nunca ocurrió. Porque, para aclarar las cosas desde el vamos, es imprescindible decir que en mi vida Milena nunca pasó.
Cómo transformar en palabra escrita el amor que sentí por ella en los días de la absoluta irresponsabilidad; cómo confesarme lo que no fui capaz de confesarle. Cómo decirme que jamás tuve el valor para enfrentarla.
Esto que intento contar, esta historia que es recuerdo y cuento y que nunca fue, es, precisamente, la inacción que me condena a invocar su nombre con nostalgia cobarde (y está muy bien llamar las cosas por su nombre).
Porque mirá que tuve (que inventé, con ayuda de mis amigos) oportunidades para plantarme frente a ella y decirle: "Estoy acá porque te quiero, porque tus labios y tus ojos y tu pelo y .......... (complete la línea de puntos con la cursilería que más le guste)" Pero cada vez era igual, risas y distancia: la careta del perfecto idiota que no encontraba el atajo salvador, la cercanía necesaria. En verdad la quise; no era sólo deseo, sino que además la sentía y la presentía tan frágil y yo tan torpe.
Si hasta le escribí una canción cursi como esta historia, sin dudas que le canté una tarde de mates y amigos, acompañado por una guitarra a la que le faltaban un par de cuerdas. Recuerdo cómo me temblaban las manos y la voz. Esa tarde le regalé una hoja con la canción en una página y un dibujo en el reverso. El dibujo, tantas veces repetido, era más o menos así: en la costanera, un chico fumaba apoyado contra un farol y su mirada se perdía en algún punto del margen izquierdo; al otro lado del farol, una chica miraba hacia el margen derecho.
El dibujo y la canción le gustaron (eso fue lo que me dijo) y bromeamos con el supuesto valor económico que tendría ese documento en algunos años, cuando yo me hubiera convertido en un músico exitoso. Claro, eran los días en que todo era posible, incluso esperar, esperar, esperar, esperar, a que los sueños se hicieran realidad, realidad, realidad, realidad...
Tantas las excusas, tanto los encuentros... como el de aquella tarde casual en la que coincidimos en la arena de La Florida y al caer la tarde terminamos todos (ella y sus amigas; mis amigos y yo) en su casa, en la pileta de su casa, y mates y Coca Cola y Laura, que con sus 15 años me hablaba y me decía y me repetía que a ella le gustaban los chicos como yo, que fueran serios como lo era yo, altos como yo, y que supieran mantener una conversación tan agradable como lo hacía yo, que sólo me limitaba a poner cara de "te escucho, seguí hablando que te escucho", cuando en realidad mi cabeza estaba en Milena y mis ojos miraban a Milena saltando fuera de foco, y mis oídos eran para la voz de Milena cantando "Polaroid de locura ordinaria".
Y otra vez nada, porque la tarde se fue y con ella nosotros, taza taza cada cual a su casa; con Laura, y por eso el camino lento y juntos; ella conmigo pero yo todo Milena, todo estúpida tristeza.
Cuántas veces intenté escribir sobre Milena, sobre este recuerdo historia que en realidad nunca fue. Lo comencé una tarde, con nombres diferentes, con la impunidad de la aparente ficción. Escribí finales felices y también trágicos, pero con encuentros concretos en la trama; cada uno de esos intentos terminó merecidamente en el cesto de los papeles, que será, quizás, el destino final de estas páginas.
Sin embargo, hoy me propuse contarlo desde mi engañosa verdad, a confesarme como sólo lo haría en un diario íntimo. Podría empezar diciendo que Milena era cada una de mis horas, de mis palabras. Pero no: es tan cursi, aunque real. Y además, quien más, quien menos, sintió lo mismo alguna vez, y yo intento escribir para descubrir, no para recaer sobre lo ya conocido.
Entonces podría, quizá, comenzar el relato la noche en que la descubrí tan enamorada de su novio; pero, ¿eso quiero? ¿Quiero contar una historia que no fue justificando mi cobardía? No, claro que no. Quiero ser objetivo desde mi subjetividad, pero cómo. Porque Milena es imposible de contar sin mentirme, aún mencionando los dos o tres encuentros casuales después de muchos años, encuentros de miradas furtivas en los que ni siquiera un saludo.
A esta altura sospecho que la tarea será, una vez más, imposible. Para qué comenzar, entonces... y mentir... porque todo lo que pueda decirme será una mentira.
Mejor será dormir; quizá sueñe con ella.
Pero eso también será irreal.
O tal vez la única verdad.
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