Mar 28.12.2010
rosario

CONTRATAPA

DESPUES DE LA LLUVIA

› Por Jorge Isaías

a Marta


La memoria -escribí alguna vez es como un encono. Pero a veces viene con gusto agridulce en la boca, como aquel pastelito de hojaldre que tenía un dulce ácido en el relleno y hoy no sé cuál era.

Cuando cesaban las tormentas y las lluvias copiosas y el campo respiraba a través de sus pastos como un recién nacido -con la misma fuerza y avidez era la hora de la verdad.

Si invierno, si atardecer, era fácil que se levantase un vientecito más que fresco que invitaba al recogimiento en la casa y en especial junto a la cocina "económica" que bufaba de brasas de ramas secas.

Si era el verano las cosas eran bien distintas. El sol se empecinaba en reaparecer, una brisa apenas fresca besaba las ramitas nuevas, los pastitos tiernos el alto más alto de los pinos flacos o del eucalipto coposo, que reinaba junto a cuatro palmeras despeinadas en la chacra de don Daniel Ortali.

Es curioso el atardecer veraniego cuando la llanura parece prepararse para decir algo y ese silencio expectante, antes que vuelvan a cantar los pájaros en un preludio cierto de extrema y modesta felicidad.

Hay un texto señero de Juan José Saer, en su último libro de cuentos titulados Lugar. El cuento se llama "La tardecita" y narra la aventura que tuvo Brarco (uno de los personajes centrales de su saga) en su adolescencia con un hermano mientras recorrían unos kilómetros de campo hacia ese pequeño poblado donde iban a pasar unas cortas vacaciones por ese camino luego de una lluvia que la había convertido en un lodazal.

Entre los numerosos recuerdos de mi infancia y aún de mi adolescencia en este tipo de experiencias "pos tormentas" o "pos lluvias" y la lectura del texto saereano hay distintos reverberaciones que no sé si obedecen a la impresión de esa lectura que caló hondo en mí, por la capacidad del escritor para transmitir "eso" que parece ser una vivencia y tal vez no lo sea -para el caso da lo mismo y las propias vivencias mías hay como una misteriosa y no sé qué corresponde a la realidad real y qué al ensueño o a la imaginación.

Si yo elijo un día podría ser aquél en que una tormenta de verano, imprevista, más extendida que lo necesario anegó los campos y convirtió los zanjones en tumultuosos arroyuelos que llevaban hacia los cañadones los papeles de diarios resecados por el sol de enero y al salir el sol convertiría los bañados cercanos en conciertos de sapos, de ranas y demás bicharraje impersonal y difícil de individualizar.

Ese día, mi padre me mandó a la casa de mi tía María, a buscar no sé que cosa. Le pedí permiso (siempre lo hacía) para ir descalzo por la calle de barro -tres o cuatro extensas cuadras y al llegar, con el barro hasta las rodillas, encontré a tío Berto, esposo de mi tía, con una pala intentando cavar pequeños caminos para que el agua drenara de su quinta.

Al entrar, un denso olor a tortas fritas que incitaban a probar su segura exquisitez. Allí mi tía, hacendosa junto a mis primas me recibieron con un alboroto exagerado y estentóreo, con algo de humilde festejo que sólo la pobreza regala en esos actos mínimos donde se comparte el alimento y su sabor, que deja una marca imborrable para toda la vida. Eso viví. Eso recuerdo hoy, como sobre la llaga inevitable de los años que me trajeron un sinsabor no tan pasajero.

Otros recuerdos relacionados con el campo que se estremece bajo la lluvia como un pollo mojado, que hace brillar hasta el último pastito están en una mediatarde de mayo en que una yegüita con su cría comía como metiéndose en ese arco iris, allá en la querida chacra de Domingo Clérici, cuando aún el mundo estaba como naciendo para mí, aunque ya llevara "siglos rodando con sus vivos y sus muertos", como pontificó el poeta Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, más comúnmente conocido como Pablo Neruda, que además escribió a los 17 años esos versos indestructibles y contra el que no pueden las agresiones a nuestra lengua materna con que nos castigan las cloacas mediáticas: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche" y esta reflexión se la debo a mi admirada Ivonne Bordelois, tan lúcida que siempre nos hace falta.

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