Viernes, 11 de febrero de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
Lo importante es que yo lo recuerde como si estuviera vivo.
Busco entonces en el polvoriento rincón donde hay rostros que uno se empecina en preservar porque tienen en un momento el valor de las cosas más queridas casi con seguridad.
Conocí al poeta Rubén Sevlever en 1967. Yo acababa de salir del servicio militar y no quise volver a vivir con mi abuela y mis tíos, allá en el corazón del barrio Las Delicias, como lo había hecho los tres años anteriores, recién venido del pueblo. Entonces busqué una pensión, primero, en Urquiza y Entre Ríos, pero al poco tiempo -nunca sabré cómo terminé viviendo en Sarmiento al seiscientos, casi al lado del viejo bar El Cairo, que era un bodegón con varias mesas de billar y sobre la entrada de Santa Fe tenía un kiosko que lo separaba del cine y al lado de esa misma entrada había una victrola que funcionaba con una moneda de cincuenta centavos para accionar una palanca que ponía en la bandeja los pequeños discos de pasta de entonces. Allí íbamos los viernes a la noche con mis amigos el "Gallego" Manuel Lara y el "Colorado" Reynaldo Trosset. Le dábamos hasta la madrugada con Cafrune y Julio Sosa.
En esta pensión compartía más que nadie el ocio con un grupo de estudiantes ecuatorianos: los hermanos Apolo, uno estudiaba medicina llamado Hugo y el menor Máximo que estudiaba ingeniería. Eran serranos y estaban enfrentados con el otro, Adolfo Pérez Compán, que era costeño. Allí me enteré de la rivalidad de los que viven cerca de los Andes y los que viven en la costa del mar, como Adolfo, nativo de Esmeralda, tal el puerto por él añorado.
Por este amigo conocí la librería Aries, que estaba en la calle Entre Ríos 687 y cuyo fundador Reynaldo Pappalardo había sumado como socio a Rubén Sevlever, con quien charlaba en mis incursiones de bolsillos vacíos pues sólo me permitía hojear libros y escuchar su experimentado consejo. Gracias a él ingresé a la gran literatura contemporánea. Me familiaricé con los grandes textos y los grandes autores que de otro modo me habría llevado mucho tiempo descubrir por mi cuenta y dejo en claro que curiosidad nunca me faltó.
Por él conocí a Vallejo, Pavese, el movimiento Poesía Buenos Aires, Juanele Ortíz, los surrealistas, y sobre todo desde esa librería podía atisbar ese mundo fascinante que sólo intuía borrosamente cuando transitaban las serenas calles de mi pueblo en las madrugadas en que volvía de jugar al ajedrez o al billar en el Club.
Es muy necesario que yo haga toda esta introducción para despedir a un poeta amigo porque en los años iniciales de mi formación cumplió como ser humano y como hombre de letras un papel fundamental.
Pasado un tiempo, y como seguía sin trabajo comencé a comer salteado. Rubén, pese al poco tiempo de relación me inspiraba esa confianza que permite una confesión espontánea.
Rubén, hace tres días que no como le dije una mañana a boca de jarro.
Eso no lo puedo permitir- me respondió.
Y me invitó a almorzar en el bar "Provincia" que estaba a la vuelta por Santa Fe. Allí me propuso un arreglo muy conveniente para mí: yo saldría a cobrar todas las mañanas a los clientes morosos, por una comisión. Si el resultado era negativo, él me pagaba un almuerzo igual. Esto duró unos meses y un día me esperaba con una buena noticia.
-Te ofrezco -me dijo en tono teatralmente irónico como acostumbraba ser integrante de las huestes de Aries, se me fue un empleado (que no era otro sino el escritor Juan Martini).
Así fue como yo pueblerino atónito, vi entrar por esa puerta a la literatura viva de Rosario y aún la nacional: Hugo Padeletti, Aldo Oliva, Rafael Ielpi, Quita Ulla, Alberto Lagunas, Angélica Gorodischer, Ada Donato, David Viñas, Roa Bastos, Adolfo Prieto, Nicolás Rosa y un sinfín más. Hasta un día casi como una aparición lo vi entrar a Ernesto Sábato, quien me encontró abatatado y sólo, porque Rubén había salido a hacer un trámite.
Lo cierto que la breve obra de Rubén Sevlever totalmente agotada hoy cumple el destino de transformarse rápidamente en clásica.
De ella escribió Mario Levrero: "La poesía de Sevlever fuertemente abstracta busca continuamente eludir el tiempo real, humano, para eternizarse en un tiempo propio; pero aquí la contratara de la vida no es la muerte sino un alcanzar el verbo en la instancia original que aún no se ha manifestado, en su unicidad inicial".
Sus dos libros: Poemas. 1956 1964 y Enjambre de palabras fueron escritos con una minuciosidad de orfebre en una intención de evitar toda referencia humana como queriendo retener la palabra esencial que sólo los grandes poetas consiguen y seguramente Sevlever lo es.
"Nadie busque en la poesía u vuelo/una densa primavera obscura/ Nadie busque su torre invisible/su arcano rodearse en las almenas", escribió en su poema Ars poetica de su libro Enjambre de palabras.
Sus libros fueron premiados vastamente y editados en extraordinarias tiradas, hoy casi fabulosas como la Editorial Biblioteca (dos tiradas de 6500 ejemplares cada una, en 1966 y 1968), de su primer libro.
Fue profesor de Estética, creador del Centro del Grabado y editor de la revista Pausa en los años que cursó estudios de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras (1958/1961).
Fue gran difusor de la cultura de Rosario mientras codirigió la librería Aries.
Desde Posadas mi amigo Negro Cárdenas me escribió ante la noticia de su muerte: "En cuanto a mí me enseñó el valor del silencio que no aprendí, quizás no quise o no pude y buscar libros y a leer también me enseñó".
Por su parte, otro amigo, Antonio Cofré desde Buenos Aires me expresó: "Tengo y tendré un buen recuerdo de ese gran tipo, un poco despistado, pero atento a la necesidad de los demás".
Para concluir este homenaje que no paga la deuda de un amigo diré que siempre quiso pasar desapercibido, tanto que eligió para morirse el último de este enero al atardecer, como para no molestar demasiado a sus prójimos.
Una semana antes de su muerte lo vi desde un ómnibus, iba vestido con unas bermudas azules y en zapatillas, caminando lento y con ese aire distraído que usaba para andar entre la gente.
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