Lunes, 21 de marzo de 2011 | Hoy
Por Guillermo Paniaga
No sé cuándo fue que perdí la capacidad de recordar los sueños, tal vez en mi última juventud, cuando dejé de darles importancia. Desde entonces despierto sólo con el desencanto de la noche anterior, con un sabor agrio y empastado de cigarrillos fumados con prisa; en el mejor de los casos con la mente en blanco, perdido en el instante, actuando por inercia hasta después del baño y del café con leche.
Jamás había tenido sueños proféticos ni grandilocuentes: las chicas de mis noches húmedas eran de una belleza común, cotidiana, ni siquiera parecidas a mi madre como para justificar una visita edípica al psicólogo; las monedas que encontraba en las esquinas eran bien argentas, minga de oro y perlas, apenas un par de pesos para cigarrillos que se transformaban en lápices de colores, porque ya se sabe que los sueños son así, primero cigarrillos, después lápices y quién te dice que hasta chicles si eludís el despertador; mis pesadillas también eran de los más comunes, meras angustias generadas por situaciones absurdas, como aquella en la que me veía nadando en el aire, contra la corriente, impedido de avanzar un palmo, mientras el mundo se alejaba y se perdía en la distancia.
De algo estoy seguro: las personas que interactuaban conmigo en esos sueños jamás habían tenido rostros ni rasgos tan definidos como éstas que recuerdo de anoche. Quizá por eso la sorpresa, el sabor amargo que aún perdura, la repetida sensación de augurio.
Esta mañana intenté comentárselo a Sofía, fue mi primer intento de solución; pero ella no le dio importancia a mis palabras, apenas si me oyó entre el teléfono y las corridas en los pasillos, antes de salir hacia tribunales o hacia un banco de Bragado, creo que dijo. Quisiera que no me pese tanto, yo sabía que no me oiría; además, no lo hubiera comprendido; creo que ella tampoco sueña; es más, sospecho que no duerme.
Sin embargo, aunque trato de restarle importancia, sé que un diálogo tranquilo con Sofía hubiera servido para exorcizar mi alma, para matar al perro y terminar con la rabia que ya ganó mi cuerpo, para qué negarlo.
Todo ocurrió aquí, en esta misma calle y fue tan real (tengo que decirlo, me siento obligado a la aclaración, aunque ya se sabe que los sueños se viven como reales y por eso la impresión que siempre es tristeza: despertar y ver que la chica no está; o que los bolsillos siguen vacíos; o que no se puede ni siquiera flotar) que hasta sentí el calor de la bala que perforó mi estómago, y el de la sangre que después fluyó por entre mis manos. Es tan ahora la pesadez de mis ojos resistiéndose a la oscuridad, tan presente mi resignada enumeración de proyectos inconclusos. No había dolor físico, sólo el martirio de saberme incapaz de revertir la fatalidad; había, sí, un padecimiento más atroz que el corporal, era el que me provocaba una sombra pesada que se acercaba para vencer la resistencia de mis párpados, para llenar de nada un instante que yo había imaginado y deseado revelador.
Morí, en mi sueño morí; experimenté el vacío durante un segundo o un siglo, eso no importa, porque allí no había tiempo, únicamente nada; y esa nada me transportó sin movimiento hacia un lugar que fue el despertar brusco, jadeante y sudoroso de esta mañana; cuando abrí los ojos, angustia y alivio estaban ahí, conmigo, en el reborde de la cama.
Todo ocurrió en esta misma calle.
En mi sueño, como ahora, caminaba ensimismado, recordando una pesadilla que me había sorprendido en la noche y que me obligaba a volver a la escena del crimen, porque Sofía nada. Entonces yo mismo me contaba lo ocurrido y me explicaba que en el sueño, como en mi sueño, caminaba ensimismado, recordando una pesadilla que me había sorprendido en la noche y que me obligaba a volver a la escena del crimen porque Sofía nada. y así hasta el infinito, muriendo una y otra vez, regresando para tropezar con la misma piedra en un eterno acaecer.
Como ahora, en mi sueño tomaba un cigarrillo y debía cubrirme del viento para encenderlo, así, de la misma manera que enciendo éste; mis gestos y mis movimientos son iguales, repetidos. Todo sucede en secuencias calcadas, exactas.
Las circunstancias son tan idénticas que puedo anunciar, sin temor a equivocarme, el paso veloz de la ambulancia que en unos segundos quebrará el silencio infrecuente de esta calle a esta hora, casi las cuatro, como en mi sueño.
Si Sofía me hubiera escuchado, habría escupido (sí, escupido) mis sentimientos en palabras; le habría contado que yo podía verme desde diferentes ángulos, como si una veintena de cámaras se hubiesen dispuesto estratégicamente sólo para mí, único espectador; y cómo cada una de esas cámaras se iban apagando hasta recaer en una única imagen que unía todas los perspectivas, desenfocada y absoluta, en el instante en que sonaba el disparo y una bala candente me perforaba el abdomen. Le habría explicado cómo la imagen de ese rostro, el de mi asesino, se salía de foco por el esfuerzo al que yo me sometía por mantener los ojos abiertos, por aferrarme a la vida. Si Sofía me hubiese permitido romper uno de los espejos, la secuencia habría terminado allí, en esa charla de café. Pero ella sólo teléfonos y oficina: la reiteración frustrante de su indiferencia.
Necesito quebrar este castigo de morir, despertar, morir, despertar. Retomo la calle con la misma intención de quien empuja una púa estancada en el rayón de un disco: busco el salto, la puerta de tiempo que me permita escuchar el resto de la melodía y, esta vez sí, hasta el final.
Quiero modificar el instante pero las circunstancias me dominan; todo, hasta el vuelo rasante de ese gorrión, se repite idéntico. Las mismas casas, el mismo piso, los mismo árboles de mi sueño pero acá, en esta cuadra. Si hubiera comenzado mi marcha en otra calle de otra ciudad, de otro país, se habrían repetido las escenas de mi sueño una tras otra, sin olvidos, sin descuidos; todos los actores habrían estado atentos al pie que les indicaría el ingreso a escena: al timbre que acciona esa anciana y permite la aparición de la gorda de ruleros que abre aquella ventana y espía y luego cierra los postigos con un golpe seco justo cuando las campanas de la iglesia dan las cuatro. El instante me persigue; esta es la calle de mi sueño. Todo se corresponde. Aunque quiera retrasarme, la realidad me alcanza en mi demora y ajusta sus tiempos a los tiempos de mi sueño; sé que pocos metros más adelante aparecerá como de la nada un joven de pelo largo y negro, de ojos grises y mirada lánguida. El me pedirá fuego para encender un cigarrillo, y mientras yo rebusque en mi campera, apoyará el cañón de un revólver sobre mi abdomen para anunciarme que soy su víctima. Tendrá manos temblorosas que serán incapaces de impedir la presión al gatillo; me enviará, sin remedio, a una muerte que será despertar y angustia y jadeo y sudor frío y Sofía enredada con los cables del teléfono, indiferente a mi temor, a mi cárcel de tiempo.
Esta es la calle, la misma calle. Camino los mismos pasos, me detengo en vidrieras que ya vi. Ahí está, no me sorprende; finalmente aparece el pibe de pelo negro y largo, ojos grises y mirada lánguida; me pide fuego para encender un cigarrillo, me observa introducir las manos en el bolsillo, y también él oye el eco seco del disparo...
Todas las cámaras se apagan salvo una, desenfocada, que me encuadra, en su agonía, mientras bajo la pistola.
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