Viernes, 8 de abril de 2011 | Hoy
Por Beatriz Vignoli
El pibe de la foto lleva una chomba verde. El pibe de la foto se tapa la cara con una de sus manos, con los dedos abiertos, como hoja de plátano o taparrabo adánico velando su identidad, y detrás ríe. Se le ve la boca, siempre sale su boca en todas las fotos. Una hilera de banderines de colores cuelga del techo. Los banderines salen en la foto, donde el pibe de verde es el de la punta; el resto del largo y anacrónico sofá (es un sofá cama, pero está muy bien cerrado) es ocupado por tres pibes más, uno al lado del otro, cada uno con una chomba lisa de algún color distinto (rojo, celeste, amarillo) que hacen juego con los banderines y yo me pregunto en qué estaba pensando el fotógrafo cuando les sugirió la gran idea, o si acaso ellos mismos se lo dijeron, al fotógrafo que al instante Lee Eastman Kodak de descerrajarles el obturador debe haberles dicho tóquense, tóquense, o algo así porque dos de los pibes se tocan a sí mismos y otros dos entre sí.
Cuando los hombres pararon de mear el fuego, comenzó la civilización, dice Freud.
Estos mean el asado con alegría. Las larguísimas piernas del pibe de verde culminan en un par de zapatillas que me parecen muy cool. Esas mismísimas piernas, en un par de pantalones de gabardina y un par de zapatos negros bien lustrados, y de pie, dan miedo. No las piernas en sí, sino el hombre trajeado en lo alto de ellas. Han pasado apenas dos o tres años desde aquella foto y el pibe ya es un hombre, que entregó su bajo Excalibur a su mejor amigo, quien se lo canjeó muy caballerosamente por su propia hermana. O no, pero esa es mi hipótesis. Delirante como todas las hipótesis aún no comprobadas.
El de verde escribe sobre enredaderas. Mi madre ve enredaderas de colores. Yo no.
Yo miro los colores reales de las cosas y no ceso de asombrarme. El cambio de bajista se refleja muy discretamente en la página de Facebook del nuevo bajista, quien ha recortado de la foto al anterior. ¿Amigo o enemigo? Cuando los hombres renunciaron a mear el fuego pudieron llevárselo, irse con la antorcha y con la música a otra parte tras la eterna lucha de machos alfa que de lo contrario dejaba a uno de ambos derrotado y beta en el fondo de la cueva o si no lo empujaba a una fuga que era al frío y a la muerte.
"Yo te condeno a morir ahogado", dice a Georg Bendemann su padre y el bueno de Georg va y se tira al río justo cuando pasa un tranvía para que no lo oigan hacer plaf.
"¡Abogado, abogado!", grita el señor Bendemann pero ya es tarde, justo pasa el tranvía, su hijo no lo oye y en 1912 las ambulancias de la Cruz Roja eran muy lerdas. Un error fatal del veterano de guerra, o de la precoz sordera de su vástago, aturdido de tocar en sótanos los sábados. "Yo te condeno a recibirte de abogado", había dicho el padre, luego de negar la existencia del amigo en Rusia y confesarle "me cogí a tu novia", en la misma frase. No, no era así, pero esta es la versión porno soft rock del cuento de Kafka.
Mientras discutía con su hijo antes del fatal malentendido, el veterano Bendemann se paró en la cama, se levantó el faldón del camisón y le mostró una vez más al bueno de Georg la herida de guerra en el muslo. Tenía podrida a toda la familia con esa escenita de la herida. Lo hacía cada domingo en la sobremesa del asado, algo achispado ya por el tinto con soda; Toro viejo tomaba el viejo, siempre, a la vez que fumaba, a la vez que atizaba las brasas en el parrillero para que las cenizas no las ahogaran, civilizado el viejo, con su malestar en la cultura a cuestas, él lograba reprimir el instinto atávico burlón y rocker avant la lettre de mear el fuego y así conseguía que su familia almorzara; pero después de que morfaban todos, el viejo se ponía bien pesado.
"Vino con la bayoneta así, desde acá abajo, y me la clavó ahí; yo tiré bien fuerte de las riendas para no caerme, espoleé al pingo para que siguiera avanzando pero el pingo estaba como clavado, paralizado como si fuera de bronce y yo para el bronce, me dije, no estaba todavía", se ríe el viejo cada vez que delante de primos y sobrinos muestra, en el centro del patio del fondo, arremangándose el pantalón corto verde oliva como de boy scout que usa para asar, la herida de la batalla. "¿Una carga de caballería contra una carga de infantería?", pregunta uno de los sobrinos, que está estudiando Historia, y el viejo dice "sí, esto fue antes de la del catorce, en el catorce ya les metimos tanques".
Domingo en su esplendor: hay una luz blanquecina en el aire del fondo del patio, una luz reverdecida por los últimos fulgores de verde vegetal del verano, aunque por suerte la enredadera del tapial es siempre verde, piensa Georg algo molesto por la diurna luz grisácea de comienzos de otoño que desde el patio y el tapial inunda su pieza; arde Georg entre las sábanas revueltas y extraña el bajo, que siempre se apoyaba de pie como un fusil contra la pared de su pieza, como don Quijote cuando velaba las armas; arde y deja que ella proceda, a la ternura que no es entre los hombres él no la entiende del todo.
El pibe de la foto se saca la remera. Deja que ella le acaricie el pecho y cierra los ojos porque le hace mal mirarla, porque cuando la mira ve la cara del otro: son como dos cuencas del mismo par de ojos, ella y el hermano. El la abraza, la alza y siente el peso de su cuerpo. Ella es densa y liviana como un bajo eléctrico, como el fusil con bayoneta al que describe el padre en su relato, en su relato de los domingos a la tarde que el viejo siempre arruina; son tan lindos los domingos a la hora de la siesta, dice el pibe de la foto, y le pide a ella que se dé vuelta, y se imagina que es el del otro su culo blanco.
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