Jueves, 30 de marzo de 2006 | Hoy
Por Jorge Isaías
Ahora la escuela estaba lejos, quiero decir sin obligaciones, porque el edificio era imposible de no verlo ya que estaba y está frente al Club y la heladería de don Gimo Callegari, que visitábamos apenas conseguíamos una moneda.
Ahora era verano, aunque yo extrañaba un poco la escuela, y tenía el tiempo libre para los mandados, confieso que me gustaba menos que hojear esos viejos "manuales del alumno" Kapelusz o Estrada que vendrían vía Ministerio de Educación, ya que nadie tenía como para comprarse uno, con los retratos de los próceres en blanco y negro, para que nos hiciéramos una idea, aunque fuera vaga de que también fueron seres humanos y no esas fotos que la maestra pegaba con chinches en las paredes, rigurosamente, todos los días patrios, mientras en la calle se corrían carreras de sortija desde muy temprano y a la tarde, nos subiríamos a un palo enjabonado o trataríamos de pescar caramelos o chocolatines en las rompepiñatas, aunque termináramos llenos de harina y moretones que nos producíamos unos a otros.
Pero eso era en invierno.
Ahora el querido y laxo verano se instalaba con su cuerpo de saurio enfebrecido y hacía estalla las cigarras en todos los antiguos paraísos y también en los túneles de sombra que producían los plátanos cuando se abrazaban con sus ramas a lo alto.
También estaba el veredón del Ferrocarril que daba su nota inglesa a un pueblo sometido como un triste abejorro en la llanura y que recorría el perímetro de la tierra que entonces pertenecía al ferrocarril Mitre y que guardaba en ese límite el yuyal más alto y más impenetrable, ya que como la comuna no tenía jurisdicción para desmalezar, entonces la gente abría un caminito sinuoso para pasar "al otro lado" como se llamaba al medio pueblo que guardaba sus casas cruzando las vías.
Así que, salvo el lugar que ocupaba la estación, las playas de las casas cerealistas que cargaban los vagones hacia Rosario y los tres pasos a nivel, lo demás era una tupida trama de hinojos salvajes y cardos, que algún caballo solitario pisoteaba de vez en cuando sin lograr limpiar esas hectáreas que en las noches era un peligro cierto, al menos de robo o de alguna oscura venganza que ocasionaran los celos de amor o las rivalidades futbolísticas.
Pero volviendo a ese viejo amigo, el Verano, la perentoriedad de las órdenes decrecían y se atenuaban bastante, en especial porque mi padre se iba al sur bonaerense, a "la cosecha fina", como se llamaba a la trilla de trigo, para diferenciar de la "gruesa", que era la del maíz, los grandes protagonistas agrarios de entonces, ya que la soja estaba más lejos que la Luna para nosotros.
El día podría ser aprovechado al máximo, ya que hechos los mandados mínimos, mi madre se arreglaba muy bien con la quinta y el gallinero mientras mi viejo no estaba, el resto del día era puro juego y cacerías de mariposas y de pájaros y eventualmente cuises en los hondos callejones que rodeaban el pueblo o en los yuyales que rodeaban las vías cercanas al pueblo, mientras una camaradería instintiva se apoderaba de todos nosotros, una camaradería que estoy seguro no haber vivido otra vez.
A veces pienso que aquello no pudo ser cierto, digo, quedarse inmerso en esa boca ígnea donde se arremolinaban las mariposas idiotas, los sapos en las noches bajo la luz lacrimosa de las esquinas en esas calles de tierra, solitarias y oscuras, donde los perros se peleaban a mordiscos furiosos cuando aparecía una perra en celo, como una tentación insoportable que ganaba a la jauría.
Faltaba mucho tiempo sin embargo para que yo leyera aquellos versos que me gustaron tanto y que copio para ustedes: "Este Renault no es bueno/ como antes y lo mismo que la ropa íntima, se impregna de olores personales", esos versos que escribió el poeta Alejandro Pidello, mi amigo en el tiempo desde los tiempos en que los cielos eran altos, los sueños estaban intactos todavía y sólo estaban sostenidos por los ojos azules de las muchachas por las calles de esta ciudad hermosa, donde las manifestaciones eran culebras nerviosas que trazaban la esperanza que al final no se cumplió.
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