Domingo, 29 de mayo de 2011 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
A lo largo de los años se van enfrentando disyuntivas, lo cual hace patente esa realidad: que pese a todo necesariamente tenemos que elegir, pues aún en circunstancias graves se puede hacer una elección. Me han tocado, como a los seres humanos en general, tener que elegir entre esto o aquello, y lo hemos hecho. Alguna vez hicimos una buena elección, pero creo que en la mayoría de los casos podemos habernos equivocado. En realidad no es una posibilidad, sino una realidad: Hicimos la peor de las elecciones. No es que no quiera recordarlas, sólo que sería muy largo y cansador y por otra parte ¿a quién pueden interesarles nuestro elegir? Lo único es que esa condena a elegir la llevamos encima y a los años que tengo pesan lo suficiente para a veces cansarnos bastante. Si bien los años vayan achicando esa posibilidad de elección, siempre surge alguna y en otras ocasiones podemos inventarlas. Es curioso, pero cuando las inventamos esas elecciones se hacen fuertes y quedan allí, esperando qué demonios es lo que elegiremos. Se trata de cosas pequeñas, intrascendentes, un deseo de no perder la imaginación, de hacernos de cuenta que nos encontramos vivos y con ganas de elegir. Una situación como ejemplo. Vamos a tomar café, casi siempre elegimos otra cosa, sin remedio. Cuando la niña que nos atiende nos pregunta si el sándwich que hemos pedido lo queremos de queso o de jamón crudo o cocido, nuestras neuronas se agitan como supongo que se deben haber agitado las neuronas de Truman cuando eligió arrojar la bomba sobre Nagasaki. O las de Franco cuando suponemos que debió elegir en dar permiso a los nazis para bombardear Guernica. Aún cuando tengo la impresión de que en Franco solamente existía la elección de la maldad.
Pero la nuestra de hoy es muy pequeña, elegir un sándwich de queso o de jamón crudo o cocido. De entrada hay una imposibilidad: no hay sándwich de salame picado grueso o de mortadela. Hay sitios donde esos sándwich no existen. La mortadela y el salame parecen ser para lugares menos refinados. A mí me traen el recuerdo del San Martín, el Belgrano y el Sol de Mayo, donde veía las "tres películas tres" mientras comía los mejores pebetes de mortadela y salame que he comido hasta el presente.
Y ya que estamos en el terreno de las memorias, recuerdo un juego que jugábamos los chicos de antes y no sé si se seguirá jugando. Aquel llamado "Martín Pescador". "Pasará, pasará, pasará" cantaba la hilera de muchachas y muchachos "pero el último quedará". A ese último se le daba a elegir entre dos cosas, digamos chocolate o frutilla, y dependía de la contestación lo que lo llevaba a engrosar una de las dos filas de los que preguntaban. Ya siendo más grandes el jueguito se transformaba y las preguntas eran de otro tipo. En ocasiones se trataba de elegir entre tal o cual candidato político que iba a participar en las elecciones de ese momento. Recuerdo que por mi parte, en ese juego no gané nunca. También podía ser que se eligiera entra tal chica o tal otra, pero se intentaba que ninguna de las dos fuera demasiado fea. Ya en la alta adolescencia (recordemos que la adolescencia es como la historia de la edad media) las elecciones eran otras, pero no las puedo contar.
El juego se hacía más divertido mientras menos eran los jugadores, pues era difícil que alguien quedara eliminado. Ahora creo que ya no se juega al "Martín pescador", pero si me tocara jugarlo creo que perdería en la mayor cantidad de casos. Además, si se jugara ahora y se lo hiciera con los candidatos de las elecciones que se vienen, si las fotografías de los afiches que se encuentran en las paredes de todas las calles con gente sonriente no mienten (no he visto ninguna que no sonría, aunque a veces, en pocas, están comenzando a esbozarla), por lo cual deben estar listos para darnos la felicidad que ellos han sentido cuando les fue tomada la fotografía. Siempre hay un tigre sordo que arruina todo, pues nos dice que se trata de sonrisas forzadas. No quiero creerlo. Pero tampoco tengo ganas de ponerme a discutir.
Pero estaba hablando de que pasados los años se comienzan a inventarse las opciones. Es un juego preparatorio, y lo que se inventa no molesta a nadie. ¿Compro fósforos o un encendedor descartable cuando compro cigarrillos? Dependerá de muchas cosas, y decidiré comprar las cajitas de fósforos o encendedor de acuerdo a la marca de cigarrillos que elija. Los cigarrillos que me gustan no se compran en esta ciudad, solamente hay en Buenos Aires o en alguna otra ciudad, pero en Rosario no se encuentran. He tratado de hacer que los fósforos coincidan con tal marca y los encendedores con otras. Como también fumo cigarros de hoja, en ese caso con seguridad que compro fósforos. Lo mismo ocurre con la pipa.
Por muchos motivos ya no siento la apetencia que antes sentía por algunos alimentos. Hay algunos que ya no puedo comer y eso es el motivo por el cual ya no me atraen otros. Por ejemplo, la tortilla de papa con mayonesa, pero para eso es indispensable el pan que no puedo comerlo pues se transforma rápidamente en azúcar en la sangre, lo mismo que pasa con los tallarines comunes o el café con leche con pan y manteca para el desayuno. Al abandonar todo eso, con algún paréntesis de desobediencia (detesto la obediencia en cualquiera de sus manifestaciones) he cambiado mi forma de comer. De vez en cuando cometo una trasgresión, pero tan mínima que nadie, ni yo me doy cuenta.
Entonces prosigo con el invento, eso de tener entre una cosa y otra. Porque en esto no hay posibilidad de tener la chancha, los veinte y la máquina de hacer chorizos. No tienen, estas formas de elección, la pasión de las que se presentan espontáneamente. Hace unos días al levantarme me miré en el espejo del baño, lo que no suelo hacer, sobre todo porque hace más de un año que me he dejado la barba. Al mirarme me observé como no lo había hecho desde hace tiempo y surgió, pero esta vez no fue forzada la elección, surgió de algo que tenía adentro y debía salir, tenía que hacerse presente para que yo pudiera elegir: una voz como de alguien de la Gestapo que me exigía que me cortara la barba o de otra manera no me quedaba otro camino que el del suicidio. Tuvo tiempo de ponerme a pensar que relación había entre una cosa y la otra, pero no encontré ninguna respuesta que me dejara satisfecho.
Pensé en todos aquellos hombres que tenían barba cuando se suicidaron. Son unos cuantos, pero sobre todo pensé en Lisandro de la Torre, a quien siempre admiré y sigo admirando. Como dijo David Viñas fue el que llevó al liberalismo político hasta sus últimas consecuencias. Fue cuando decidí que seguir ese ejemplo me iba a provocar una sensación de plagiar aquello que no puede tener plagio alguno.
Por lo cual tomé la heroica solución de ir a la peluquería. Mi peluquero, y el de muchos más, claro, se encuentra a menos de dos cuadras de distancia. Es un uruguayo simpatiquísimo. Me tuve que vestir, me hubiera gustado que lloviera, pero no llovía. Había presagios de lluvia, pero me vestí lo más rápido que pude para ir y cortarme la barba. Lo que más me demora en vestirme es ponerme las medias y los zapatos. Pero venciendo toda resistencia salí a la calle un tanto desconcertado y sabiendo que no iba a encontrar demasiados hombres sabios en el camino. Vi a una señora más que gorda haciendo sus esfuerzos para entrar en el ómnibus, un hombre que insistía en conversar con su perrito y una chica, bastante atractiva que iba hablando con su celular mientras no podía impedir que cualquiera que la mirara le ofreciera ayuda. Yo no podía hacerlo, debía llegar a la peluquería a dar el primero de los pasos en los que consiste afeitarse en estos tiempos.
Llegué a la peluquería y el uruguayo, siempre con una contagiosa alegría, comenzó su trabajo. Primero me pasó la máquina que va eliminando la pelambre y luego siguió con la máquina cero que te deja como si te hubieras afeitado la noche anterior. De allí, más tranquilo debí ir hasta el supermercado en el cual se venden maquinitas de afeitar. Pero antes había ido a felicitar al dueño de un negocio de venta de golosinas que lo ha dejado como nuevo y mucho más grande y es el primero en conseguirme algo que hace añares que nadie me consigue: una botella de Old Parr, el mejor de todos los whiskies que sigue viniendo en la misma botella que cuando la conocí en la casa de mi abuelo materno.
Compré una maquinita, no la que quería, sino una con cuatro hojitas, que me dieron un resultado magnífico. Ya afeitado me di cuenta que parecía algo así como un año más joven, al menos en el espejo en el cual me miré. Lo que me preocupa es mañana debo volver al trabajo de afeitarme. Toda esta historia en una cuadra de la calle Maipú y en otra media cuadra de la calle Mendoza. Y debe creerme el lector que caminar sin barba no es para nada sencillo. Para escribir estas líneas tuve que acompañarlas con un par de tragos del flamante Old Parr. En realidad lo que me cuesta trabajo es caminar, sobre todo porque camino acompañado de las sombras de los 75 años que tengo, cada sombra con sus vidas diferentes. Cada sombra con su peso, sus amores y tristezas, cada sombra como despidiéndose de las otras que supone que no verá más. Y esto ocurre con barba y sin barba.
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