Sábado, 4 de junio de 2011 | Hoy
Por Miriam Cairo
Siempre hay un sitio donde los huesos se sienten en paz, dueños de sí mismos. Y el lugar puede estar al alcance de la mano, a un paso de nosotros, o bien, al otro lado del mundo o de la luna. Soy esa clase de viajera que se va por dentro y por fuera. Poco me interesan los destinos. La meta es el viaje en sí mismo.
Llegar a París tuvo una emoción vinílica. Fue como entrar en las postales mil veces vistas. Mi compañera de viaje y yo en ningún momento nos sentimos recién llegadas, sino que tuvimos todas las vivencias del regreso a un sitio conocido. Acaso por ello, el sentido de la vista no gozó de ningún impacto novedoso. Los oídos tampoco percibieron una resonancia fuera de lo común, singular, netamente parisina: los sonidos eran iguales a todos los sonidos de todas las grandes ciudades del mundo. Pero llegar a París no podía ser un acto indiferente, al menos no lo admite el estatuto implícito de las emociones turísticas. Por ello, procuramos, por todos los medios, encontrarle a la ciudad el detalle, la vivencia que nos asombrara y no fuera reproducción de los infinitos relatos escuchados o de un sinnúmero de fotografías vistas.
Todo ser viviente, todo renovador de pasaporte, todo cronista de viaje asume que estar (no imaginarse) en ciertos territorios icónicos del mundo es una experiencia superlativa, que le hace dividir la propia existencia en un antes y un después de esa visita. En nuestro caso no tuvimos oportunidad de trazar en París la línea divisoria de nuestras vidas. Como tampoco lo hicimos luego de conocer ninguna otra ciudad del mundo. Pero convengamos en que ella y yo no somos especímenes corrientes. Si alguna de nosotras hubiera estado en los zapatos de Hillary, por ejemplo, tampoco habría considerado el seguimiento satelital de la ejecución de Bin Laden como los minutos más intensos de nuestras existencias. Otros carriles, menos frecuentados, transitan nuestras experiencias emotivas.
Pero también somos una clase de espécimen que trata de no vivir siempre contracorriente, por eso buscamos, con los otros sentidos, algo menos manoseado que lo visual, para sentir una experiencia inédita, una experiencia ajena a los folletos turísticos, en la ciudad lumínica. Y así hallamos los aromas: la polución parisina huele distinto a la de Buenos Aires, distinto a la de Río, distinto a la de Lisboa, distinto a la de Praga. Pero no es menos gris ni menos espesa.
Un aire inodoro sin analogías, envuelve a los atractivos parisinos. La gente exuda un aliento metropolitano y de los cabellos se desprende una completa ausencia de perfumes. De las boulangeries emergen nubes de agua de azar y mínimos tintes de glucosa. Por su parte, el olor del asfalto es metálico y salífero.
Irrigadas por esa polución agridulce, con reminiscencias químicas y lejano sesgo culinario, mi compañera de viaje y yo tomamos el metro Raspail hasta el Boulevard Edgar Quinet y la rue Froidevaux, 14e. Allí, en el cementerio de Montparnasse, respiramos el aire más real y profundo del que tuviéramos memoria. La muerte vieja se señoreaba con su aroma de azúcares y crisantemos. Caminábamos lentamente por las pequeñas callejuelas del campo santo, sereno y armonioso, deteniéndonos ante la sencilla hermosura de ciertas lápidas. Fieles a nuestra necesidad de crear recorridos propios, prescindimos del mapa, que no obstante habíamos comprado en la recepción, para llegar a los destinos especiales. Encontramos en primera instancia la tumba de Beckett, porque está en un lugar prominente, a un lado de los pasillos principales. El aroma nocturno de una rosa blanca, a plena luz del día, colocada sobre su nombre tallado en la piedra gris, siguió sumando impactos a nuestra experiencia inhalatoria.
Después de la soledad y la pobreza de un hospicio parisino, Vallejo descansa en paz en ese cementerio que, en sus inicios, servía para albergar los restos mortales de los pobres, los condenados a muerte y los judíos. Un olor a antigua injusticia, mezclado con tonalidades de anhelos poéticos cumplidos, ascendía desde el fondo de la tierra. Cuando nos desviamos hacia el oeste, guiadas siempre por la intuición, o por la costumbre literaria de girar hacia la izquierda ante cualquier sendero que se bifurque, encontramos la cripta de Cortázar. Su lápida está dividida en dos: en la parte superior se lee el nombre de su última mujer, Carol Dunlop, en la parte inferior, su nombre. Sobre la tumba encontramos restos de cigarrillos viejos y otros recién apagados, papelitos escritos en español y en francés. Alelíes con olor a tabaco. Tabaco con olor a alelíes.
Hicimos varios giros hacia la izquierda hasta encontrar, sin siquiera imaginarlo, la tumba de Ionesco con un perfume a flores irreales. Allí nos detuvimos largos minutos en silencio. Cada cual rememoraba su obra predilecta. Ambas coincidimos después, en el restaurante Chez Papa, en medio de una cena generosa y aromática por apenas diez euros por persona, que en ese silencio que compartíamos de pie junto a la cripta íbamos del Asesino sin gajes a La lección, con algunas escalas obligadas, por su envergadura, en El rinoceronte. Comprobamos que ambas sabíamos de memoria ciertos parlamentos de Bérenger y del arquitecto municipal: "¡Oh, la manía de la gente de salirse con la suya y, sobre todo, la manía de las víctimas de volver a los lugares del crimen! ¡Así es como se dejan atrapar!".
Luego de brindar con el vino de la casa, coincidimos en que el aroma más sublime que tuvimos la dicha de respirar fue el perfume único de la muerte engañosa de Ionesco, porque guardaba en su esencia conexiones surreales con la rosa nocturna de Beckett.
Es necesario aclarar que franqueamos rápidamente la tumba de Maupassant, no por falta de admiración y cariño, ni porque no hubiéramos sucumbido ante la fragancia tenue, imperceptible de los nomeolvides, sino porque ya estaba por anochecer y queríamos pasar por el osario, con su inimitable olor a huesos de muertos por las epidemias del siglo XIX. Luego dejamos que nos revisaran los bolsos para constatar que no llevábamos ningún cráneo, ningún tarso, ninguna falange como reliquia morbosa de nuestro paso por el camposanto, porque todo lo que habíamos recogido era imperceptible para el guardia de seguridad, para los agentes de viajes y para el muro de facebook.
Diez o quince minutos después de la cena, ya estaba al otro lado de la luna, junto a mi compañera ideal abrazando mis huesos, ufana por mis extraordinarias posibilidades turísticas y por los privilegios de mi pasaporte ilegítimo.
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