Miércoles, 29 de junio de 2011 | Hoy
Por Eugenio Previgliano y Silvina Guala
Tramitaremos, le digo, este domingo, con una pequeña incursión a la pujante localidad de Nogoyá. No bien hayamos pasado el Arroyo Malo no seremos más que un simple dispositivo de narrar experiencias sensibles y habremos dejado atrás, muy atrás, esos íntimos lazos de afección que nos unen, el cariño, el amor, el deseo, los sueños compartidos, y los doscientos pesos que te presté la semana pasada.
El Arroyo Malo, intuyo, tal vez lleve ese nombre a causa de su aroma; día gris nos tocó en suerte, buena visibilidad, enmarcada por tupidas y cenicientas nubes.
Nuestro objetivo, recuerdo, entonces, mientras guío mi automóvil blanco por la negra cinta de bitumen que sube y baja por la cuchilla entrerriana señalando el camino hacia Nogoyá; no son, centralmente, estas crónicas que hoy publicamos, el anhelo de compartir con ella, la búsqueda intensa de nuevos horizontes, ni el deseo noble de compartir experiencias lo que nos guía en este Domingo tímidamente soleado; es que vamos a la búsqueda del legendario salame ahumado que alguna vez probáramos, clandestinamente, de manos del abuelo del ruso Koscher. Ese es nuestro objetivo central y hasta allá, en Nogoyá, llegamos y cumplimos, pero adquirido y pagado el salame, vamos a por esparcimiento, a dejar pasar las horas y disfrutar la tranquilidad espiritual que deviene de otra tarea bien hecha.
Miro a mi alrededor, una atmósfera de descubrimiento me envuelve el alma: toda ciudad guarda memoria de su pasado y este continuo aire de sorpresa que aquí encuentro, pienso, es una prueba palmaria del registro que La Ciudad de Nogoyá tiene de que jamás en la vida hemos estado en ella, ni juntos ni separados, y en ese mismo aire nos preguntamos si alguna vez volveremos.
Apenas llegados al verde parque que el pueblo parece haber elegido para vivir el Domingo, bajamos del blanco auto y a pie atravesamos el puente multicolor que cruza el arroyo Nogoyá. De las mesas dispuestas en la continuidad del parque elegimos una, sencilla, sólida, verde; no por su ubicación bajo un bello talita, la vista a un inspirador paisaje sino por el hecho de que la mesa, y acaso la única mesa en estas condiciones, está desocupada.
Suspendo la narración en este punto urgido como me encuentro de notificar al lector sobre la infausta presencia de unos pozos, traicioneros, camuflados, ocultos en la aparente vanidad de la grama, flor de sapo y florecillas rosas, celestes y gualdas, pero siempre atentos a la captura de un pie ingenuo, a seducir al paso descomprometido, a atrapar al extremo del zapato por la punta que mejor flexione el tobillo para provocar el esguince; y no es que esto lo diga por ocultar que la losa que hace de asiento está vinculada con los pilares de modo que le permite girar, flexionar, rotar, saltar por los aires, poniendo en riesgo la integridad del viandante. El espíritu húmedo del parque Paseo de los Puentes puede apropiarse del alma del visitante, aún a pesar de estas amenazas, hasta conseguir que el paisaje, la necia tranquilidad de las aguas y las ansias de un nuevo mundo que alguna vez animaron a nuestros ancestros, los indios, en esa ocasión del memorable día en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron, se haga carne con uno mismo sin haber asado.
Notaste -dice ella ahora en la plaza con tono de pregunta- que preguntando se llega a Roma y sin preguntar se llega a la Catedral de Nogoyá.
El cielo densamente poblado por unas gaviotas desorientadas estalla en aleteos la tranquilidad dominguera del pueblo para volar en círculo como si todas las aves hicieran parte de una coreografía aérea ensayada durante meses. Es claro y evidente que aquí cientos de golondrinas hacen otoño, y los árboles perennes que, estoicos, conservan sus hojas, cambian el verde por un poco definido gris que les cae del cielo, para ser precisos, de los pájaros que a su alrededor revoltean numerosamente.
Me dirán que el guano no es materia de un diario de viaje, que el viajero en su búsqueda incesante de kilómetros, lugares históricos, objetos artísticos, artesanías originales de Taiwán, imágenes digitales y anécdotas graciosas, necesita siempre y en todo lugar un lugar de expansión espiritual. La catedral de Nogoyá es sin duda el lugar menos indicado para esto. Desde lo alto de su Abside un Cristo, dudosamente bendiciente, parece saludar al peregrino antes en un gesto de despedida que en un saludo de anfitrión. Si la fe es tanta que el creyente ingresa a esta majestuosa catedral dejando para después el saludo del Cristo de las alturas, encontrará, sumida en una arquitectura ecléctica, iluminada por la tenue luz de los vitrales una vitrina con una imagen de Nuestra Señora sobre la que se narran historias inciertas e inquietantes, dejando el final abierto a los misterios de la fe y la duda eterna que a ésta acompaña respecto de por qué a esta imagen que ha ornado palacios y presidido batallas a lo largo y ancho de este país, se la venera en este rincón tenuemente iluminado, sin más gloria que la que se cuenta en un humilde marbete situado a sus pies.
Por las calles, mirando, sin embargo, el marco bajo de las ventanas, las labradas barandas metálicas de los balcones, la ecléctica estética de las fachadas o recorriendo sus variadas avenidas y bulevares, viendo los patios, escuchando de los niños que salen de sus escuelas esa algarabía universal que parece repetirse en cada pueblo, antes de despedirse, detenido en un semáforo, observando como hipnotizado una madre con su hijo, el viajero sentirá en su alma el peso descontrolado de las novedades siendo que la ciudad de Nogoyá llevará desde entonces sobre sí, hasta su regreso incierto, las marca de su ausencia, la misma que la diferenciara en el momento de su llegada.
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