Jueves, 30 de junio de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
En la memoria de los antiguos habitantes del pueblo surgen las anécdotas que de vez en cuando afloran en las mesas del club, siendo que la mayoría, en virtud de su juventud, sólo conocen al personaje de mentas. Heredan historias, vienen de vez en cuando y uno de aquellos hombres que han dejado la marca por sus extravagancias es don José Bicoca, alias "El Manco" o mejor, con el más simpático apodo cuyo origen es tal vez familiar, Pinoto.
El apodo de manco tenía sentido porque al parecer un infeliz accidente producido por un caballo que se espantó y lo arrastró con él, que según cuentan tenía la soga arrollada en la muñeca y así es que terminó sus días con un muñón. Esto fue en su niñez. Este desgraciado accidente no fue óbice para que lograra con esforzada dedicación, mucho trabajo y obstinada persistencia, una buena posición económica que lo hacía jactarse con esa charla jocosa --"picante" incluso, se diría ahora- en las mesas del Club Huracán. Como socio vitalicio, ya que había sido fundador y presidente.
- Yo, con una sola mano me compré cuatro camiones y cinco casas y otros con las dos no tienen ni dónde caerse muertos.
Y no faltaba el comedido que le seguía la discusión sólo por verlo cómo se iba poniendo con el rostro granate, lo cual daba una impresión de ogro al que también ayudaba su gran corpachón. Pero no engañaba a nadie. Era más bueno que el pan.
Por lo que se relata en las mesas del Club y por todas las "anécdotas de Pinoto", con las cuales uno mismo se crió, daba en suponer una teoría conspirativa que no eran los poderes terrenos quienes ejercían una persecución para con él, sino los mismísimos santos encabezados por "ese cabrón de San Pedro", según su colorido vocabulario.
Corrían los años cincuenta del siglo pasado y Pinoto había adquirido un camión Diamond T, modelo 37, al parecer en buen estado. Muchos sacrificios le había demandado ahorrar en sus trabajos de chofer de otros camioneros, pero al fin había logrado el máximo sueño: ser propietario de su camión, su herramienta de trabajo más preciada.
Y le surgió un viaje, llevar una carga al puerto de Rosario, tal vez cereal o leña o alguna ignota mercadería que la historia no registra. Todo fue viento en popa, como se dice, pero al entrar a Rosario, por la ruta 33 y traspuesta la ciudad de Pérez, el hidalgo camión se detuvo.
Pinoto bajó casi mordiéndose los labios y levantó el capot. Una mirada bastó para que su ojo experto detectara el desperfecto, que al parecer no carecía de importancia. Entonces se sacó el sombrero negro que usaba siempre, lo sostuvo con su única mano y levantando el muñón hacia el cielo prístino de mayo, con voz de trueno exclamó, entre lastimero e interrogante: "Ay San Pedro, ¿ya te enteraste que me compré el camioncito?".
Y como, obviamente, desde el cielo nadie respondía y el aire seco y azul sólo era horadado de patos siriríes en vuelo hacia las islas, en un casi sollozo, interrogó: "¿No te pudiste confundir con el camión del gringo Pacovich? ¿No te diste cuenta que tiene uno igual, de la misma marca que el mío?".
Otro día en que estaba lavando la cabina de uno de esos grandes camiones que transportaban combustible, a todo esto habían pasado varios años, al circular otro camión sin querer le rayó la puerta que tenía abierta hacia la calle. Saltó con los ojos desorbitados, se sacó el sombrero e hizo un gesto ampuloso y gritó hacia el cielo: "¡Santos! ¡Los quiero todos aquí!", y señaló el sombrero que esperaba hacia arriba como un cuenco. Luego --dicen los testigos- puso ese objeto negro delante de la rueda del camión, subió, le dio marcha y volvió hacia atrás.
Sacó el sombrero aplastado como un plato y respiró aliviado, diciendo: "¿Vieron? ¿Vieron? Tanto perseguirme, al final los maté a todos".
Las historias tal vez no fueron reales, pero la sabiduría popular siempre atribuye estos "sucedidos" porque son creíbles en el personaje que se prestan de representar. Es decir, que si no existieron, merecen haber existido y no se habría faltado a la verdad.
Como esa vez que bajó a un aljibe intentando limpiarlo de hojas secas y tal vez fondearlo un poco con una pala para mezclar mejor el gusto del agua. Cuando quiso salir, no pudo. Se le quebró un peldaño de la escalera. Hemos dicho que era un hombre corpulento y fueron varios los esfuerzos que realizaron su mujer y sus tres hijas al pretender subirlo ayudándose con una soga.
Se rindieron al fin y buscaron ayuda a sus vecinos, Miguel Ocariz y Pedro Siro. Dos hombres fuertes entonces lo subieron casi en vilo, atándose él con la soga a la cintura. Cuando salió, lleno de sudor y barro, se encaró con las cuatro preocupadas mujeres, quienes lo vieron salir con alivio.
¿Qué lindo, no? ¿Cuatro mujeres grandes no me sacan del pozo y lo hacen un gallo y un gato?
Tales eran los sobrenombres de sus solidarios vecinos. El, Pinoto, tenía su humor, como todos coinciden en el recuerdo.
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