Jueves, 7 de julio de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
A veces, cuando llovía era distinto, aunque debo aclarar que esto variaba según desde qué lugar veíamos caer la lluvia.
Si en tiempo de cosecha que era el tiempo libre y cuando estábamos en las chacras, se podría decir que las expectativas llevaban ansiedad ante la sola idea de quedarnos comiendo tortas fritas mientras los hombres en el comedor jugaban a los naipes, en esas cocinas inmensas se reunían las mujeres a tomar mate dulce con menudas cascaritas de naranjas, tejiendo cada una algún pulóver o alguna chalina colorida, cuando se llegaba a la textura con lanas ya usadas en otras ropas que habían cumplido su ciclo. Pero si era con lana nueva flamante y multicolor, comprada en las tiendas del pueblo (La Rosarina, La Unión, o Blanco y Negro) ponían en ebullición una tarea que se adelantaba mucho si la charla y el mate ayudaban a que esa tarde monótona de entretejer lana con agujas que eran pequeños torpedos en el más cálido de la materia maleable y cariñosa.
Si "el temporal", como se le decía a la lluvia que insumía varios días, tardaba en desaparecer y en ese recinto cálido donde la inmensa cocina del hierro fundido era alimentada a marlo podían reunirse varias generaciones en un trabajo que llamaba a la solidaridad, la charla, y hasta el chimento o el asomo de un sueño en las más jóvenes y en nosotros, los más chicos, podíamos atisbar un poco de felicidad promisoria y no tan lejana, pero eso sí, siempre ubicada en el futuro.
Mientras esto sucedía calmosa y domésticamente en la cocina donde quizás alguna de las jóvenes inauguraba el rubor ante la chanza de una mujer casada quien hacia referencia a "ese que yo sé" que al parecer le pretende "arrastrar el ala a la nena", siempre según aclaración de la abuela que -no sé cómo- siempre se enteraba de todo.
Y también toda esa ilusión de la aludida, sería seguramente allí excesiva para sus posibilidades de una vida que le excluyera de lo que habían sido su abuela y su madre: sacrificio sobre sacrificio y parto sobre parto. Es decir que el rumbo no avanzaría nunca hacia ningún lugar sin ese deseo, esa ilusión, ese sueño en que los jóvenes se embarcan sin saber que no serán originales y que -Borges podría decir- sólo lo están haciendo para que se cumpla el destino, ese que nadie elige, o al menos que nadie elegía en ese tiempo.
En la sala que hacía de comedor, que tenía esa ventana un poco mezquina que miraba al sur, donde un gran campo de alfalfa separaba el camino real y de las vías del Mitre que corrían paralelas, dando a la mirada un poco más de luz que imaginara aquel horizonte siempre en fuga, donde caían las bandadas de pájaros como en un pozo sin fin, estaban los hombres.
En ese comedor los hombres en ropa de trabajo -pero limpia- estarían trenzados en un truco conversado y ocurrente, en un paréntesis forzado en las tareas y la preocupación de perder parte de la cosecha si esta lluvia sigue y que nadie comenta porque todos son supersticiosos. Se permiten entonces bromear, reírse, gritar un truco con voces que alarmarían a las mujeres si no los conocieran. Mientras tanto el campo se encoge como un pollo mojado, como queriendo escurrirse, esconderse del millón de clavos líquidos que cae sobre su indefensión, su desamparo.
Los animales le ponen el anca a la lluvia, las gallinas y los pavos se esconden en ese pequeño galpón de chapas que sirve para guardar los trastos y un grupo de cluecas con sus pollitos se refugian bajo el horno donde se cuece el pan de los días felices. Con estas lluvias crecen las cañadas, se hacen intransitables los potreros y los corrales con su pisoteo forman una masa chirle de barro y bosta de vacas y caballos. Las ovejas se refugian debajo de unas parvas y los únicos felices son los cerdos que hozan en esas grandes depresiones que cavan con su trompa en los chiqueros y se dan un auténtico y profundo baño de aguas barrosísimas.
Nosotros, los más chicos, miramos entre azorados y perplejos toda esa sábana líquida cayendo impiadosa y podemos pensar en cómo habrá de caer sobre ese caserío indefenso que se queda sin comunicación con sus calles de tierras inundadas, sus grandes zanjones que desaguan hacia el campo y donde no podremos arrojar esos barquitos de madera o esas latas de sardinas abiertas que simulan la piragua de los aborígenes navegando peligrosamente hacia el callejón de los Correa y de los Sánchez y que en el remolino donde se juntan todos los zanjones del "Barrio El Jazmín", justo enfrente de don José Vélez, con su pino majestuoso irían a desaparecer todas estas pequeñas y simuladas embarcaciones, que se salvarán por esta vez porque un temporal nos retuvo en el campo, con nuestros padres, justo justo en un tiempo de cosecha.
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