Domingo, 10 de julio de 2011 | Hoy
CONTRATAPA › CASI UN LEMA PARA SOBREVIVIR EN LAS FLORES, EL BARRIO MáS VIOLENTO Y ESTIGMATIZADO DE TODA ROSARIO. LOS PIBES, LAS DROGAS Y LA MUERTE.
Esquivar la violencia en Las Flores es difícil. La presencia del Estado y de instituciones es insuficiente frente a tanta marginación explícita.
Es el barrio donde la Policía mató a Pocho Lepratti en la terraza de la escuela Serrano. Donde Monos y Garompas, dos bandas que se disputaban el control de la venta de drogas, se van quedando sin miembros por los ajustes de cuenta y la cárcel. Ahí donde los jóvenes no encuentran fácilmente un futuro.
Por Luis Bastús
Vistos desde afuera del barrio y con el estómago bien acostumbrado, en Las Flores todos son chicos malos. Desde adentro, en boca de ellos y de sus mayores, esa condición de violencia es una consecuencia de la falta de oportunidades, pero también de vivir deseando tener y no poder. "Aprenden lo que la sociedad les enseña, aunque no le provea", resume el párroco Néstor Negri. Marcelo también lo explica en tercera persona, pero habla por experiencia propia: "Si te criás acá, no tenés mucho para elegir. Si sos blandito vivís perdiendo, pero tampoco hay que ser gil y comerse cualquiera por hacerse el guapo. Lo que pasa es que si vas a pedir laburo y decís que vivís en Las Flores, chau, olvidate. Nadie te va a dar un trabajo". Para este muchacho, lo natural es sentarse en el tronco tumbado de Petunia y Flor de Nácar con sus amigos. Lo que suceda después, no. Dice que no hay otra cosa para hacer. El era un niño hace diez años, cuando la Policía mató a Pocho Lepratti en la terraza de la escuela Serrano, y cuando campeaban los tiroteos entre Monos y Garompas, dos bandas que se disputaban el control de la venta de drogas. Al margen del estereotipo periodístico que construyó esa historia, en el barrio hoy dicen que esa guerra terminó, pero más de un abogado penalista sostiene que "la mitad de los ajustes de cuentas" que ocurren hoy en la zona sur tiene que ver con aquel origen.
Esquivar la violencia en Las Flores es difícil. La presencia del Estado y de instituciones es insuficiente frente a tanta marginación explícita. Fuera del centro barrial -la plaza Itatí de Flor de Nácar y Heliotropo- las calles están regadas de basura, en parte porque el oficio de muchos allí es el cirujeo. El barrio está surcado de zanjas con agua servida porque no hay cloacas. El colectivo 140 entra regularmente durante el día, y quién sabe cuándo a la noche. Como los taxis allí son una rareza, el recurso frecuente es subirse a un Renault 12 descascarado en la remisería frente a la plaza. Desde calle Hortensia hacia el sur, la degradación es más elocuente. Al caer la tarde se ven los primeros fuegos en lo que deberían ser las veredas. "Es que ahí hace tres días que no tienen luz. Entonces la gente tiene que apechugar el frío de alguna manera", razona Carloncha, la travesti que trascendió los límites del barrio al frente de su comedor comunitario "Los chicos libres", donde reparte más de 300 raciones de comida, dos veces por semana.
Carloncha señala el cablerío furtivo que cruza el cielo de las calles y explica lo que pasa: "No se paga luz, agua, nada, por que no nos dan la propiedad de las casas (sic), pero también cuando se rompe algo acá nos dejan a la buena de Dios".
Todas las casas son bajitas en Las Flores, con gran variedad de texturas, materiales y colores, porque cada uno refacciona o amplía la propia como puede. Esa manera de ir haciendo arreglos en las viviendas parece replicar la forma en que muchos se procuran la comida diaria: a los saltos. Van de un comedor comunitario a otro, a la parroquia, algún piquete cuando alguien llama, algún político que visite el barrio en estos días pre electorales.
Juan Cruz
Ramona Zapata reacomoda la bombilla en la yerba lavada y vuelve a endulzar el mate con más azúcar. Lo señala: "Esta es mi comida hace tres días", asegura. Ramona, a diferencia de muchas vecinas, había conseguido "sacar derechito" a uno de los suyos: Juan Cruz, el nieto que crió desde bebé, cuando su hija murió por HIV contagiada por su marido. De cinco hijos, Ramona vio morir a dos por el virus, un tercero está en silla de ruedas "por andar de loco", y otros dos trabajan y formaron familia, pero ella dice que no puede pedirles ayuda. Trabaja en el programa municipal "Rosario más limpia", y cobra por ello 850 pesos mensuales, pero sabe que en tres meses termina su contrato. Teme lo que suceda después. Lo otro es la Singer vieja con la que hace arreglos de costura. "Ahora tengo dos pantalones para coser, y sé que van a entrar 10 pesos con eso", dice esta correntina que vino del Bajo Ayolas hace 30 años, cuando el gobierno de facto de la dictadura militar hizo el barrio. "Ya tengo 53 años, no voy a poder volver a la ruta como antes, cuando criaba a mis hijos. Tendré que agarrar una bicicleta y salir a cartonear", se resigna Ramona. Si su nietohijo viviera, todavía seguiría cobrando la Asignación Universal por Hijo, al menos.
La Policía no lo tenía marcado, y eso en Las Flores es un alivio que dura poco. Ramona se enorgullecía de que Juan Cruz no tuviera otra adicción más que la play station, y que nunca hubiera delinquido. "Yo le hablaba mucho y él me había prometido que iba a terminar como los tíos. Era inocente, nunca había agarrado un arma, ni se drogaba ni nada", evoca Ramona.
El chico tenía 16 años y ya había trabajado con un vecino haciendo carteles, pero ya no. Tenía que hallar pronto otro rebusque. El 27 de abril a la tarde se juntó entre amigos en Guardia Morada y Estrella Federal, y por jugar con un revólver ajeno se mató de un tiro.
"Acá los chicos no duran mucho, se ponen a joder y le pasan estas cosas", concluye Carloncha. "Los padres tratan de rescatar a sus pibes, pero a la noche no tienen para darle comida, entonces el pibe dice 'bueehh, entro a una casa y robo'. No le queda otra. Los pibes quieren laburar, pero no le dan oportunidad, entonces están en la esquina, al pedo. No tienen en qué ocupar la mente", opina la militante del barrio. "Mi hermana sí pudo enderezar a mi sobrino. Le consiguió un trabajo afuera, por medio de parientes del marido, y así lo sacó del barrio. Ahora está bien el nene. Cambió de aspecto, la forma de hablar, de tratarte, pero se tuvo que ir", apunta. Carloncha dice que "droga hay, sí, pero como en cualquier lado", y que "la Policía no existe: no tienen auto ni nada, y un comisario con 2 o 3 policías ¿qué puede hacer"". "Vas a la comisaría y te atienden por una ventanita", desdeña Ramona.
En los últimos días de junio el barrio volvió a tener sangre en sus temas de conversación: el 27 asesinaron a Claudio Sanabria (29 años) con cinco balazos; al día siguiente, el intento de homicidio de un chico de 17, y el sábado 2 ocurrió la comentada persecución de un policía del Comando Radioeléctrico sobre Esteban R. (25), a quien hirió de un tiro en la ingle adentro de la parroquia Nuestra Señora de Itatí, frente a la plaza principal de Las Flores.
Jóvenes Ni-Ni
El Programa Joven, que procura reinsertar en la escuela a los chicos que dejaron de estudiar, y los talleres de otro programa preventivo para quienes están en situaciones de consumo y adicciones son las dos políticas con las que el gobierno municipal opera en el barrio. Apunta a los jóvenes que en la jerga de quienes trabajan problemas sociales llaman "jóvenes ni-ni": ni trabajan, ni estudian. Pero los chicos -admite José Catena, director del Centro de la Juventud- son reacios o inconstantes en acudir a las actividades que organiza en el barrio. "Todos los jóvenes hoy son renuentes al acercamiento institucional, no sólo en Las Flores, y si el Estado opera con lógica adulta no puede seguirles su dinámica. Por eso vamos hacia ellos con los miniequipos, que son tres profesionales jóvenes que los contactan en la esquina donde se juntan, y procuran establecer un vínculo. Luego se trata de integrarlos a alguna actividad colectiva, capacitación laboral, apoyo escolar, según cada caso. Pero no es una tarea sencilla. El problema es complejo y no tiene una sola causa", explica el funcionario municipal. Y añade otro factor que atenta contra la inclusión: "Los jóvenes son muy territoriales, les cuesta trasladarse por la ciudad no sólo por cuestiones económicas sino por otros problemas que les supone andar por el centro u otro barrio: peleas con otros jóvenes, persecución policial, discriminación".
Hasta hace cinco años, la escuela secundaria más cercana a Las Flores era la de Arijón y San Martín. Lejos para cualquiera, y más en este caso. Desde que la Nación impuso la obligatoriedad de la enseñanza media, las parroquias Nuestra Señora de Itatí -en Las Flores- y de San Martín de Porres -en el barrio contiguo San Martín Sur- añadieron el cursado del secundario. El año pasado fue la primera graduación: sólo 30 chicos entre ambas escuelas terminaron el 5° año. Habían comenzado 120. En Las Flores hay más de 20.000 habitantes.
"Antes, sin secundaria, era más paradójico luchar por estos chicos. Ahora, al menos contamos con eso, pero hay mucha deserción. Ojalá que de a poco se acostumbren a concurrir. Hay que seguir poniéndole el pecho al problema", remarca el cura Néstor Negri.
Negar el origen
Cristian tiene 30 años, un hijo de 3 y la beba que nació hace un mes. Pero él se separó hace una semana de su compañera, y ahora trae al nene a la plaza Itatí. En eso, la plaza, los niños y sus juegos son como los de cualquier lugar de la ciudad en una tarde de sol. "Lo dejo jugar un rato hasta las cinco, después lo llevo con la madre porque acá se pone pesado. Cualquiera se la pone a cualquiera, toman algo y se desconocen. Lo del pibito baleado el otro día es lo de siempre. Todo son broncas que tienen que ver con la falopa, o por ver quién se la banca más", cuenta por fin, sólo cuando su madre deja de escrutar al extraño que hace preguntas y se asegura de que el fotógrafo no lo retratará. El sí tiene la suerte de trabajar en una fábrica de aberturas, pero para hacerlo debió mentir el domicilio. "Si no, no entraba", dice.
La charla se interrumpe por el súbito aullido de un muchacho de edad imprecisa, harapiento, que deambula por Las Flores pidiendo monedas que luego troca por una bolsita de pegamento o un tetrabrik, según le alcance. Ahora está recostado en la vereda, el poxiran se le pega en la barba, y de tanto en tanto pega un alarido que unos vecinos, sentados en ronda sobre la calzada, festejan con risas. "Ese es Carlitos, está todo el día así, pero es bueno, no jode a nadie", lo presenta Cristian, acostumbrado.
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