Viernes, 12 de agosto de 2011 | Hoy
Por Javier E. Núñez
Existe gente que cree en el destino. Considera que todo movimiento, decisión o suceso está preestablecido, forma parte de un enorme tapiz perpetuo que ya está tejido, determinando el rumbo que habrá de tomar nuestra vida. El azar no es una posibilidad en su concepción del mundo. Todo fue definido de antemano por una fuerza superior de infinita sabiduría, y cada uno de nuestros actos cotidianos no son más que movimientos de ajedrez en el tablero del cosmos. Algunos años atrás conocí a un hombre que pensaba así. Se llamaba Alcides. Escribía cuentos. Y, según aseguraba, se volvían realidad.
Fue en la presentación de un libro de poemas en la Sala de la Cooperación. Se acercó a saludar a Petrich, aunque por la cara del poeta no estoy seguro de que lo recordara. Alcides evocó un par de nombres que sí fueron reconocidos, uno o dos acontecimientos puntuales (la presentación de un libro de Jorge Isaías; el Festival de Poesía del año anterior), pero así y todo Petrich asentía con tibieza, como si no lograra asociar esos recuerdos con la persona que tenía enfrente. Yo intuí su turbación y aproveché un respiro para cambiar de tema. No recuerdo qué dije. Una de esas frases que dan pie a una observación sin ser dirigidas a nadie en particular. Aunque probablemente haya dicho "qué buena está la morocha", porque una de las cosas que más recuerdo de aquella noche es la presencia constante de una pendeja que estudiaba Comunicación Social.
Después de un rato Petrich se excusó para atender el llamado que con señas le hacían desde la otra punta. Alcides y yo nos quedamos solos, indefensos ante la mutua incomodidad. Tomé un trago para llenar ese bache, para mantener la boca ocupada y disimular la falta de conversación, pero era consciente de que no tenía suficiente vino en el vaso para alargar mucho ese gesto. Entonces le pregunté lo único que se me ocurrió en ese momento: si también escribía. Solía hacerlo, dijo, después no me lo pude bancar. Me imaginé que se refería a otra cosa, a cualquier otra: al ambiente, a la frustración de no poder publicar nada, a la desesperación de saberse mediocre. Lo único que no se me ocurrió, en ningún momento, fue lo que me contó después: que se cumplían las cosas que escribía en sus cuentos. A veces alguna frase suelta, un párrafo intrascendente, situaciones que poco tenían que ver con el nudo de la historia.
-Creí que se trataba de simples coincidencias. A menudo eran cosas tan insignificantes que ni siquiera les prestaba atención: sólo después, cuando se me fue de las manos y empecé a mirar atrás, me di cuenta. O por ahí las notaba pero me parecía lo más natural del mundo. En uno de mis cuentos operaban al tío de un personaje, y al tiempo operaban a mi tío. Otro cuento era sobre una mujer infiel; a un amigo le metían los cuernos. Yo no me podía imaginar... -se encogió de hombros y miró al suelo-. Esas cosas pasan siempre. Parecen trascendentales cuando le pasan a uno, o a los que lo rodean. Pero el mundo está lleno de minas que gorrean; todos los días operan a alguien, cada día se muere un perro, qué sé yo.
Sacó una pipa y la empezó a cargar, mientras yo miraba incómodo alrededor. Después empeoró, dijo mientras la encendía. Lo que contó después es difícil de repetir. No sé cómo interpretar cada inflexión de su voz. Ya en ese momento, envuelto por el aromático tabaco y con un par de vasos encima, me pareció producto de una mente trastornada. Ahora, cuando trato de rearmar la conversación para escribirlo, me resulta imposible; no encuentro la manera de que suene medianamente creíble.
"La realidad me devolvía una imitación deformada de mis cuentos", dijo en algún momento. A su alrededor se sucedieron fenómenos naturales, desapariciones y accidentes; encuentros furtivos entre antiguos amantes, diálogos imposibles y traiciones. Todas situaciones que habían sido imaginadas por él, y se repitieron ante sus ojos como un déjà vu absurdo.
-Todo esto pasaba desapercibido para los demás -explicó-. Yo era el único que notaba esa dualidad, ese nexo que había entre mis cuentos y la vida. Pero no me causaba más que una leve perplejidad, una vacilación que me duraba hasta que lo atribuía todo al azar. Así que seguí escribiendo.
Lo sacó de su ignorancia aquella apocalíptica lluvia que se desató en el norte de Santa Fe y que provocó el desborde del río San Javier. Se había enterado por el noticiero. Las aguas llegaron al cementerio de un pueblo cercano y una decena de ataúdes flotaron por las calles anegadas. Dejó de escribir desde ese día, porque cada frase que ideaba, cada mísera palabra, suponía una amenaza.
Cuando terminó de contarme esto se quedó callado, chupando la pipa. Por el costado de la boca echaba breves nubes de humo que parecían escalar con dificultad el aire denso de la sala. Se alejó un instante la pipa de los labios, sosteniéndola entre el índice y el pulgar. Pareció a punto de agregar algo pero se puso a mirar alrededor como buscando hacia dónde ir. Un rato después, sin decir nada más, se despidió.
Lo miré mientras se abría paso entre la gente hasta que lo perdí de vista. El autor del libro que se presentaba esa noche había terminado de firmar ejemplares y se acercó con dos vasos llenos. Me ofreció uno.
-¿Quién era ese? -preguntó.
-Un amigo de Petrich. Creo. Dice que era escritor, pero no sé su apellido. Miró hacia la gente, después sacudió la cabeza. Sus labios amagaban una sonrisa.
-Te vas a reír, pero el tipo me hizo acordar a un personaje de un cuento mío. ¿Viste que a veces escribís algo y te imaginás físicamente al personaje? Lo armás en tu cabeza, le das una apariencia definida para no estar pensando en una cara gris o en una silueta en sombras. Bueno, al personaje me lo había imaginado así, parecido a éste. Me acordé por la pipa. Eso fue lo que me hizo como un clic. Mi personaje fumaba pipa también.
Tomé un sorbo de vino. No le prestaba demasiada atención: la morocha de Comunicación Social otra vez estaba cerca; traté de imaginarla desnuda. Le pregunté por compromiso, o para instarlo a que siguiera hablando mientras yo perfeccionaba mi técnica.
-Y de qué se trataba.
-Qué cosa -me dijo, y siguió mi mirada. Cambió de posición para verla mejor.
-El cuento. De qué se trataba el cuento.
-Ah. Una boludez. Era un tipo que escribía y todo se volvía realidad.
Supongo que en la cara se me habrá dibujado un gesto indefinido, a mitad de camino entre la incredulidad y la diversión. Por un momento hasta me espanté pensando que tal vez mi vida, la suya y la de todos, podía estar siendo escrita en ese instante por alguien más. Que acaso todos fuéramos personajes de una novela inacabable, y que todo lo que hacíamos y dejábamos de hacer ya había sido determinado por la pluma de alguien más.
-Cuando se daba cuenta, abandonaba la literatura porque se sentía culpable -continuó, ajeno a mi conmoción-. Pero nunca supe cómo terminarlo.
Pensé en confesarle las similitudes entre su personaje y el amigo de Petrich, y así darle una retorcida vuelta a su cuento. O en aliviar las penas de Alcides: ir en su búsqueda y plantearle la posibilidad de que sus textos y sus cargos de conciencia no fueran más que piezas del engranaje maestro que determinaba una mano macabra.
Pero yo no creo ni en lo uno ni en lo otro. Prefiero atribuirle esos hechos al azar y, de esa forma, sentirme libre de hacer y deshacer mi destino y mis cuentos. Así que me callé. Tal vez, pensé, algún día escriba un cuento de estos dos.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.