CONTRATAPA
› Por Gabriel Zuzek
En las calles de esta ciudad habita un escritor excepcional, único, lo que no es poca cosa para alguien que aborda el oficio de las letras. Pero además, si tomamos en cuenta que ese escritor encaró el lenguaje -según William Burroughs, un virus llegado del espacio exterior- estando encarcelado, acusado y condenado durante diez años por delitos comunes, al opaco adjetivo inicial hay que reconocerle su mérito.
No recuerdo de manera exacta cómo me enteré de su existencia, pero tengo en la memoria las palabras de una persona -supuestamente conocedora del ambiente- que me dijo: "No le atiende el teléfono a nadie y menos a los periodistas". Era el año 2003 y Rosario era una de las ciudades (si no la primera) que retornaba del infierno del 2001 y a la que, particularmente, había ingresado sin escalas a mediados de 1999. Como toda ciudad compuesta por inmigrantes, más la suma de una tradicional provincia netamente campestre, se convirtió en pionera en paliar la crisis. Además, cayó el maná, un producto prácticamente desconocido para los campesinos que les cambió la vida para siempre, en todos sus aspectos. La soja fue, es y será por cien años -o más- motivo de discusión en las mesas argentinas. Porque los argentinos somos así, extensos para las controversias. Pero esa es otra historia.
Por esa época uno caminaba -al igual que hoy pero desde otra altura- una ciudad nueva, desconocida, llena de trampas y de buena gente. Y, entre ella, un hombre de ojos azules, cara tan redonda como su cuerpo, y el misterio en cada palabra. Aunque su primer libro escrito en la ciudad, Sabihondos y suicidas, había obtenido el segundo premio del concurso Manuel Musto de Relato 2003 de la Municipalidad de Rosario, él era un desconocido entre las tertulias literarias de la época. A pesar de que su superlativa novela La ley de la memoria (Ediciones Florida Blanca 2001), cuyo original fue escrito en prisión y corregido por Ricardo Piglia, más su primer y único libro de poesía escrito en las mismas consecuencias, Hojas de yerba (1989) -hoy inhallable en las librerías de la ciudad- circulaban casi de manera clandestina por el mercado.
El primer mano a mano con Barquero fue fugaz. En un bar atípico para un tipo como él, obvio. Me di cuenta tarde que era su estrategia para hablar con un desconocido. No más de veinte minutos, media hora tal vez, en el momento en que la ciudad es asaltada por otra fauna, la gente de la noche. Porque Jorge Luis Barquero es un gran escritor, sí; pero antes que nada fue un hombre que las vivió todas. Mañanas, noches, madrugadas largas e incertidumbres a granel. Y esta certeza sólo puede percibirse en el brillo de los ojos de alguien que dice la verdad.
En la segunda oportunidad, el tipo estaba tras una mesa de fórmica naranja con una Coca Cola de litro y medio congelada, un vaso similar a un chopp, y una camisa de color verde medicinal, transpirada. Un calor bochornoso atravesaba la ciudad. Era un departamento de un ambiente, en un edificio con ingreso por una galería a metros de la esquina de Sarmiento y San Luis. A pocas cuadras de allí, sobre la calle Maipú al 1000, Anyi -su mujer- manejaba el comercio familiar de venta y compra de oro. Ese es, y será el territorio de Barquero: la cuadrícula que forman Maipú, Urquiza, Mitre y San Luis, como mucho San Juan o 3 de Febrero, y en el corazón de esa zona, el bar Central. Ese lugar donde nadie -ni las mesas- preguntan de dónde se llega. Ese ámbito de baldosas frías y de naipes dulces, donde el tiempo está después.
La tercera fue en los finales del largo febrero de 2004 -algo inusual-, en su nueva morada de San Luis al 500, en un departamento en el que brillaba una nieta con orígenes cordobeses que hacía aflojar al escritor con sus salidas estrafalarias, y ayudaban a que el hombre soltara la lengua y me beneficiara con sus desbordantes conocimientos literarios, que les vendrían bien a varios ignorantes que pululan por ahí enarbolando títulos que no le interesan a nadie. Porque la literatura no es un rejunte de renombres fatuos, sino un cúmulo que se hace con mucha sangre, sudor, lágrimas y también de mucho semen, como apuntó alguna vez el mayor escritor chileno de la historia: Roberto Bolaño.
Y qué mejor idea que extrañar a Bolaño, en un apacible domingo de agosto en una Rosario dormida, releyendo la Ley de la memoria, la primera novela de Barquero. Un escritor nacido acá en 1942.
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