Lunes, 17 de octubre de 2011 | Hoy
Por Guillermo Paniaga
Mi psiquiatra sentenció paranoia y un cierto grado de histeria. Pero qué saben los psiquiatras de nada. Qué saben si no están nunca donde nosotros, los que somos juzgados. Ellos escuchan lo que nos empujan a decirles; ellos sacan sus conclusiones; ellos dicen paranoia y cierto grado de histeria. Pero ellos no ven con nuestros ojos, ni oyen con nuestros oídos ni sienten con nuestros corazones. Ellos buscan en el diccionario de locuras el nombre de aquello que creen amoldable a nuestro relato y dictan sentencia: paranoia, histerismo. Para ellos loor y gloria, para nosotros los sedantes, los cuartos almohadillados.
Le he dicho a mi psiquiatra: me seguía desde hacía semanas; estaba detrás de mí en las filas del banco, del cine, la veía en la panadería, en el colectivo, en el centro de la ciudad, donde fingía atender a las ofertas de vidriera. La vi en lo alto de la tribuna el domingo que asistí a la cancha. La vi detenerse en la cuadra de mi casa, mirar hacia mi cuarto, y luego retirarse para regresar al día siguiente, a la hora en que yo salía rumbo a mi empleo; y me seguía. Me seguía, allí estaba, siempre estaba. Mmm, mmmm, hacía mi psiquiatra y garabateaba palabras ilegibles en su anotador de tapas negras. Luego mordía el lápiz y me miraba con desidia, como si no le importasen un cuerno las cosas que le decía. ¿Por qué yo seguía hablando, entonces? Era esa indiferencia, precisamente, lo que me impelía a relatar cada una de las cosas que vi, que oí que sentí durante aquellas semanas, el infierno. De modo que seguía y el mmm mmm ahá ahá y escribía y me miraba y el reloj de la sala sonaba con el tic tac más potente que jamás haya oído en ningún lado.
Detrás del psiquiatra había una ventana por la cual entraba de lleno el sol. La luz me daba en la cara, y mi psiquiatra era la sombra de un hombre murmurando incongruencias mientras yo sufría y me aturdía con ese puto reloj de la sala. Alguien alguna vez debería decir lo que aturden el tic tac de los relojes en los consultorios de los psiquiatras. Ni qué hablar de esas estúpidas pelotitas de acero colgadas como medias reses en la ganchera de un frigorífico y que, tic tic tic tic, mantienen un movimiento y un tic tic tic continuo descorazonador.
Son fantasmas, quería decirme mi psiquiatra. Pero sólo nosotros, los que somos capaces de verlos, sabemos que son bien reales. Y peligrosos. Al acecho.
Es un psiquiatra, mi psiquiatra, y adopta esa estúpida pose de los psicoanalistas. Si yo hubiese querido que alguien analizara mi psiquis, pues entonces habría visitado a uno de los adoradores de San Freud y su amantísimo hijo pródigo, Monsieur Lacan. Es más, si hubiese estado en mi poder la elección, tampoco habría recurrido a uno de estos loqueritos de morondanga que con un par de Prozacs en los bolsillos se creen capaces de solucionar los problemas del mundo. No, de ningún modo me hubiese resignado a tener que oír sentencias como paranoia y un cierto grado de histerismo.
Fue ella quien me dijo, más bien me ordenó: tenés que ir a un psiquiatra, porque yo no existo más que en tu imaginación, querido. Pero cómo que no existís, le repliqué, cómo que no estás ahí donde yo veo que estás, y que no decís lo que yo te oigo decir. No, querido, me respondió, yo no existo, no estoy, no hablo, no nada. Me querés volver loco, le dije, cómo que no me hablás si me estás diciendo que no hablás, y cómo que no estás si ahí te veo tomándote mi cerveza. Son todas fantasías, querido, yo no estoy ni hablo ni bebo ni nada. Mirá, turra, le dije, me importa muy poco que estés o no estés, que hablés o no hablés, pero me hincha soberanamente las pelotas que me digas querido cada dos palabras, te parecés a una de cuyo nombre no me quiero acordar. Bien, bien, pichoncito de Cervantes, queridito, ya ves que soy nada más que una fantasía. Y da gracias a ese Dios que vos decís que no existe que no sea una voz de esas que obligan a matar ancianitas, si no en gran despelote te estarías metiendo. Así que vos decís que existe Dios, vos, que no estás ni hablás ni nada, le dije, saliéndome por la tangente, como siempre hago cuando en una discusión llevo las de perder. Yo no dije que exista, me respondió con esa voz imprecisa que tienen los que dicen no estar ahí, hablándote, yo dije que vos decís que no existe, lo cual no significa nada ni de tu parte ni de la mía. ¿Pero existe o no existe? insistí, viendo que por ese win la defensa le hacía agua. Y al fin de cuentas qué te importa si existe o no, de todos modos ya estás loco, y lo que sea que creas, está equivocado, querido. Cómo que estoy loco, turra, cómo que estoy loco. Seguí hablando conmigo, nomás, y vas a terminar con un chaleco de fuerza. Andá a cagar. No seas grosero, querido, y buscate un buen psiquiatra, de lo contrario te voy a seguir molestando por el resto de tu vida, es una promesa.
¿Tenía otra alternativa? Por eso recurrí al psiquiatra, para que ella me viera ingresar y me dejara en paz. Pero todavía sigue ahí, agazapada entre la gente cuando camino por el centro, en el fondo de los pasillos, en el último mingitorio de los baños de la oficina (yo no sé cómo nadie se da cuenta de que es una mujer disfrazada); una vez la vi transfigurada en un gato que me espiaba desde la terraza vecina. Sus disfraces son muy convincentes, pero a mí no me engaña; sé que es ella. Estaba ahí, en la sala de espera del psiquiatra, el día que lo fui a consultar, ¿quién me mandó a decirle nada de todo este asunto? Paranoia y un cierto grado de histeria, maldito hijo de puta. Qué saben esos de lo que uno ve y siente, de lo que es verdadero o no lo es. Qué saben. Podría haberle contado cualquier cosa, podría haberle dicho que me sentía deprimido, que tenía ganas de morirme de una buena vez, y entonces me hubiese recetado sus pastillitas y santo remedio. Pero no, maldito estúpido bocón, tuve que ir y soltarle la verdad. Es un problema muy grave, no sé mentir. No me sale, aunque quiera. Tartamudeo, digo incoherencias, salta a la vista que lo que digo es una mentira, por eso siempre termino diciendo la verdad, aunque nadie quiera oírla. Tus pies son espantosos y huelen mal, le digo a una chica que se desviste para acostarse conmigo, y la chica se viste y se va, la chica de mis sueños. Tu vieja debe haber sido muy graciosa porque tu cara es un chiste, le digo al ropero que custodia la puerta del boliche, y no va que me cierra la boca de una patada que esa sí no es joda. Ok, ok, los pies de la chica eran un espanto y olían mal, la cara del tipo era para cagarse de risa, ¿pero quién me manda a decirles nada?
Paranoia y un cierto grado de histeria. Listo. Firmado, sellado, archivado. Qué saben esos tipos.
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