CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
A la memoria de Haroldo Conti y don Pedro Aimetti
Sólo los que hemos vivido en pueblos chicos sabemos reconocer el olor a la tierra mojada por el regador, al atardecer, cuando el día va diluyéndose sin fervor. No es el olor a pasto mojado, o a alfalfar en jolgorio, sino un olor más tranquilo, que se mete con suavidad en las pituitarias, como un bálsamo sin dejar de inquietar.
En el principio los carritos regadores eran tirados por caballos. Dos inmensas bombas estratégicamente ubicadas en el pueblo proveían de agua suficiente para tan necesario y refrescante menester: aplacar aunque fuese un poco en verano, el polvo invasor que se asentaba en las anchas y solitarias calles de ese conglomerado irregular de casas sombreadas de paraísos añosos, y la calma que sólo aserraban las chicharras de diciembre.
Una de estas bombas proveedoras estaba a pocos metros de la entrada de la cancha del club Federación, pleno barrio De las Ranas, pero la otra estaba en la cortada Mariano Vera, pegadita a la Escuela Nacional, en el terreno de la placita Sarmiento. Y esa bomba era la que más observábamos en su trabajo de repositora de agua para el carrito aguatero ya que estaba en nuestro barrio, teatro de nuestras travesuras, camino de los mandados, cruce prácticamente de nuestra precaria y limitada vida social de entonces. Con el paso del tiempo estos carritos fueron reemplazados por unos camioncitostanque al que pintaban íntegramente de rojo y en grandes letras blancas escribían: Comuna de Los Quirquinchos. Y allá iban hipando bajo los soles y los vientos, más atareados en verano por razones más que obvias, porque el polvo, nunca terminaba de asentarse.
La hora que elegían los "regadores" como llamábamos a los hombres que realizaban esas tareas, era -creo no confundirme- al borde de las siestas, y se prolongaba hasta que las sombras caían como un gran pañuelo oscuro que aposentaba primero sobre los campos vecinos y luego iba corriendo de a poco las casas y los árboles y sólo dejaban visibles a algún grupo de chicos amigos a dejar sin jugar y algún que otro perro vagabundo. Si nosotros avistábamos de lejos ese tanquecito refrescante, es decir antes que movieran las palancas que saltaban el chorro hacia un costado y un par de segundos hacia el contrario, jugábamos a los gritos: -¡Izquierda! Y levantaban esa mano en señal de apuesta como nunca empezaban el chorro por la misma mano, debo suponer que era sólo un golpe de azar el que hacía que el conductor se inclinara por una palanca u otra. Por lo cual hacía más apasionante el acertijo y como casi siempre estábamos en el centro de la calle hasta nos mojábamos los pies con ese chorro que muchas veces por precaución el hombre suspendía o tal vez por gastarnos una broma.
Casi con seguridad los recuerdo en esa tarea a Donato Yocco, a Juan Pessi o al inefable don Pedro Aimetti, gringo buenazo y vecino nuestro.
Nos gustaba pasar por esa placita mientras los regadores iban a recargar agua. La inmensa bomba estaba resguardada dentro de un cuartito de material, de donde salía un caño de bastante diámetro que se dirigía a la boca sobre el techo del camioncito previo quitar una tapa se ponía en funcionamiento la bomba y un grueso y poderoso chorro llenaba bastante rápido la capacidad del tanquecito regador. Toda esa estructura estaba bajo un fresno y ese lugar siempre mojado y húmedo estaba invadido por abejas y mariposas y gorriones atrevidos que saciaban su sed y daban una sensación de frescura y libertad con el aditamento de una pizca de belleza mística, inocente y ya perdida para siempre, por que las nuevas generaciones sólo pueden informarse por nosotros, pero como toda cosa de otro tiempo se pierde la oportunidad de la experiencia, que es mucho en la vida y uno nunca sabe a ciencia cierta para qué. A quién le sirve todo eso, lo que alguna vez estuvo y está pero en la memoria de algunos, como un almacén un poco ocioso, escondido detrás de una cortina o evanescente tras el paso frugal pero implacable de los tiempos.
Hoy, aunque en apariencia es el mismo pueblo, es como si las cosas hubieran cambiado de lugar. Por empezar están casi todas las calles pavimentadas, pero el camioncito regador sigue --más moderno- aplacando el polvo de las calles suburbanas que sólo tienen un afirmado, con lo cual mataron las de tierra.
No puedo no pensar en ese cuento, Los novios, del gran Haroldo Conti, imbatible en la memoria, quien escribe: "Era un camión rojo con un águila en el radiador. Hipólito se sentía bien con sólo verlo. Primero echaba un chorro hacia un lado y después el otro y recién un par de metros más allá echaba dos chorros a la vez, uno para cada lado. Cuando el camión del riego hubo pasado la calle parecía más oscura. A Hipólito, ver ese camión aparecer por la punta de la calle, lo ponía bien..."
Lo mismo le pasaba a mi niñez despreocupada, cuando el camioncito comunal aparecía por la calle de Hugo Ruiz, perseguido por ese ejército de mariposas perdidas para siempre.
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