Domingo, 8 de enero de 2012 | Hoy
CONTRATAPA › FOTOGRAFIANDO LA ZONA
Por Adrián Abonizio
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El tipo se lamentaba de la incomprensión que su mujer le dispensaba, la indolencia, la frialdad. "Hay algo peor --alargó el tipo que estaba enfrente balanceando sobre su mano la caja con fichas de ajedrez-. Que encima tu esposa sea una de esas enamoradas de las pastillas para el inodoro que se ven en las propagandas". "¿Ella es así?", lo apuró.
No,la verdad que no, admitió el tipo rascándose el mentón.
Entonces estás salvado, querido. Le puso una mano en el hombro y le sonrió contento con el hallazgo.
Dale, juguemos, culminó satisfecho.
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Las paradas de los colectivos en 27 de Febrero tienen sobre el baner iluminado un letrero en letras rojas saltarina que van informando del trayecto de los colectivos que se esperan. Son infalibles, él lo pudo comprobar. Pero se siente descubierto en la cacería, en el azar de la espera. Como vigilado. La chica maravillosa que promociona mayonesa tiene la lenguita afuera. Ese viaje programado y certero lejos de aliviarlo lo pone de mal humor. El humano es un bicho raro, muy raro.
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Descubrió que las alarmas de los autos operan igual que el sensor de los canarios de las minas puestos en una jaulita para detectar un escape de gas. Cuando está por largarse a llover, algo en el aire, en la presión invisible que la mecánica paranoica de los vehículos hace que se pongan por turnos a gemir y chillar. El lo ha comprendido y se guarda el secreto con una ferocidad y un egoísmo que lo aisla de todo mal y el dañino granizo. Mira el auto de su vecina, la bella que lo vive ignorando. "Que se joda", y pone a resguardo el suyo. Empieza a llover como piedrazos. Eso lo hace sentir justiciero. Y miserable.
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Había por fin descubierto la ecuación entre lo citadino y lo silvestre. Le gustaba lo agreste pero no demasiado. Y las ciudades sólo en algunos momentos. Necesitaba en la naturaleza saber de la presencia humana cercana y en el cemento anhelaba los espacios abiertos. El equilibrio perfecto lo detectó una noche tras una lluvia: caminó entre la cordillera de edificios que no lo agobiaban como en el día, igual a si andase por un desfiladero entre las montañas. "Si esto fuese siempre así sería feliz", se oyó pensar. La chica fumaba y entendía asintiendo con el mentón.
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En esa casa derruida donde habitaba desde su divorcio y pasaba hambruna y depresión hubo dos hechos que le indicaron que la vida latía de nuevo: una cucarachita dorada que caminó hasta esconderse bajo la mesada y una lagartija que ascendió por la pared. "Significa que vieron que aquí hay vida". Cuando pudo adquirir dos pilas y sintonizar la radio entendió que podría volver a ser feliz.
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Mira al payaso de la cajita feliz. Es todo una señora. Tiene todo lo indeseable para su mundo: dientes demasiado blancos, maquillaje de clown, ropa sospechosamente limpia. Imagina entonces un jardín, un alero de rosas, café a punto, un trago de buen alcohol y el Sr. McDonald recibiéndolo. "Con la compra de la cajita estás ayudando con instituciones que ayudan a niños de nuestro país".
¿Nuestro qué?, le increpa, antes de apretar hasta vaciar el cargador.
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"Manipulador, sicópata, cruel, frágil, cobarde, violento, autista, autodestructivo", eran las definiciones de sí mismo que le enviaba a ella por mensajes de texto. Lo hacía para prevenirse y consolarse de la estafa. Había escrito que era inocente cuando no lo era del todo. La había golpeado y huido. En su memoria las acciones eran confusas, y aquello determinó que debería absolverse a sí mismo. Ella lo advirtió pero él nada pudo admitir y obtuvo un aplazado. Le hacía mal leer tanto. Encima se consideraba un buen escritor. Pobre de los que olvidan la letra del poema y cambian de lugar la sangre ajena creyéndola propia. Y la G del nombre de ella le dolía como una yerra grabada en el anca del remordimiento.
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"Pandora vino como castigo al mundo por su curiosidad. Eva por ganas y deseo. Mundo de hombres sin madre. La mujer vino a traer la desobediencia. Sólo Jesús no era misógino y las incorporó. Eran portadoras del mal pero él las cobijó, las aceptó, las quiso".
Ese sí que era un vivo bárbaro... ¡Macho el hombre!, exclama don Alejo golpeando el mantel de la mesa de la cocina mientras lee. ¡Se habrá cansado de ponerla! ¡Y encima inventó una religión!
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Van de la mano, cruzando la zona peatonal. Ella lleva una escoba nueva, recién comprada. Al tipo dan ganas de decirle si salió de cacería por los techos y se trajo a ésta. Pero se siente raro: le atrasan los chistes como treinta años.
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Ella es fea, feísima. El está como ausente en su cara de pergamino. Comen papas fritas. Parecen que están juntos desde el comienzo de los tiempos. Son muy viejos. De pronto, algo los toca y se ríen con complicidad uno del otro. Y se acarician los dedos de las manos. Hay en el aire -mientras arriba, sobre un parante el relator grita un gol de Huracán- una esfera invisible de lozanía. No existe la tercera edad, piensa ella al observarlos. Sólo hay edades muertas o edades vivas. Los vuelve a mirar y se le antoja son dioses negros que están allí para que les copiemos cómo se fabrica un poco de amor.
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