Jueves, 19 de enero de 2012 | Hoy
Por Jorge Isaías
El hombre flaco y moreno, sin una cana, que tengo frente a mí no es otro que el gran Lorenzo Miranda, crack en los campeonatos que ganaba El Jazmín o en las tenidas gloriosas de Huracán en los sesenta.
A "Mirandita" como todos lo recuerdan allá, puedo decir que lo conozco de toda la vida.
Era el único hijo varón entre cinco mujeres de don Arturo, un sufrido trabajador que se ingeniaba para darle de comer a su prole con el fruto de su quinta no muy holgada en tierra, pero que él, don Arturo hacía producir con esfuerzo e ingenio. Vivían en la calle que hoy se llama Pacto Federal, pero que yo llamo de Hugo Ruiz, frente al campo de la familia Terré, a quien Rogelio Compañy, al que llamaban "el gordo" compró esas ochenta hectáreas, con sus veinte inundables, que formaban esa mítica cañada tan visitada en busca de refrescante baño en verano y de pesca el año entero.
Según me cuenta, a él de chico lo único que le interesaba era jugar al fútbol, como a todos, pero él tenía una ventaja adicional porque al jugar tan bien no había quien no lo quisiera en su equipo.
El único que no estaba muy de acuerdo era su padre, que lo necesitaba para que lo ayude en su trabajo en la huerta, el precio que debía pagar por ser el único hijo varón provocaba esporádica rebeldía en Lorenzo quien tiraba la azada en el surco de tomate o maíz, donde estaba desmalezando y corría, raudo como el viento, con la conciencia de los cintazos que recibiría en su espalda cuando regresara, sudoroso y feliz. Ese precio debía pagar por su pasión futbolera, pero dice que lo hacía gustoso aunque ya sabía el desenlace de la historia.
Por sus recuerdos pasan todos los nombres de aquel tiempo remoto. Los muchachos humildes como él, también de familias que hicieron la historia del pueblo pero que hoy son recuerdo porque los horizontes en un pequeño pueblo de la pampa agraria no es lugar donde los jóvenes pueden abrirse camino. Y desgrana aquellos apellidos queridos por todos nosotros: Míguez, Balquinta, Escudero, Suárez, González, Sánchez, Contreras, Moreno, López, Montaldo y tantos otros que dejan en uno como unta estela agridulce en aquellas mañanas que hoy esconden las niebla o el fino polvillo que como una delicada cortina separa aquel pasado de nosotros, que no nos hace más infelices, al contrario, porque hoy somos lo que somos gracias a aquellos años de carencias materiales pero de grandes sueños que nos hicieron rodar por el mundo.
Lorenzo elige algunas anécdotas, como la que vivió con el inefable Armando Grillo, al que llamábamos "El Negro", un huracanista, fervoroso con quien compartí alguna vez la misma división del "Globo rojiblanco".
Según "Mirandita" eran vecinos y muy compinches.
En las tardes de siestas calcinantes, iban con sus aparejos de pesca en los cañadones vecinos, y ya en el lugar elegido cortaban una cantidad de juncos con la cual armaban unas balsas individuales, se desnudaban y hacían un atadito con la ropa que aseguraban, junto a las alpargatas, con el cinto. Dejaban todo en la orilla y en estos improvisados flotadores, sin hacer ningún ruido, podían pescar según la suerte gran cantidad de mojarritas que irían a saltar la sartén en la fritanga nocturna.
De pronto divisaron cuatro jinetes que fueron aproximándose hacia donde ellos estaban, protegidos por espadañas y juncos, tal vez no los veían pero hacía ellos iban. Y se metieron en el agua con el consiguiente estrépito y entonces huyeron. Pararon a descansar un poco cuando llegaron a una tranquera. Armando Grillo venía desnudo, los caballos habían pisoteado el lugar donde había dejado su ropa.
Esperaron hasta que oscureciera para entrar por la calle ancha de los Terré y Lorenzo pudo esconder a su amigo en un galpón donde su padre tenía su depósito de legumbres y hortalizas diversas, se cruzó hasta su casa y le proveyó de ropa al Negro que estaba escondido entre unas bolsas de papas.
Al otro día, su madre cruzó la calle con la ropa y unas alpargatas viejas, que salvaron a su hijo del bochorno si algún vecino lo hubiera visto.
Yo imagino la escena, en ese atardecer calmo del campo cuando ya las aves acuáticas se irían recluyendo en el sueño, y esos chicos pasando en silencio para no ser delatados por el fuego reptante el crepúsculo y antes que las luces de las esquinas se encendieran, para que luego pasaran muchas décadas y en una ciudad con cuarenta grados, él, Lorenzo Miranda recordara esta anécdota que me regala sacada del colchón de ceniza de su viva memoria.
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