Jueves, 19 de enero de 2012 | Hoy
PSICOLOGíA › UNA INCóGNITA QUE HA INTERROGADO A FILóSOFOS Y A PSICOANALISTAS.
Nombrar es hacer entrar al niño en el orden de las relaciones humanas, de ahí la importancia que cobra el nombre que se otorga. Elegir, dar un nombre a un niño, es hacerle una donación de una historia imaginaria y simbólica familiar.
Por Juan Eduardo Tesone*
"What's in a name?" se pregunta Shakespeare por intermedio de Julieta, en la tragedia que lleva por título los nombres de pila de Romeo y Julieta, resumiendo de esta manera una incógnita que ha interrogado tanto a lingüistas como a filósofos, etnólogos y psicoanalistas. Nuestro nombre propio es inseparable de nosotros mismos, es la esencia de la persona y sirve para individualizarla.
Sería vano intentar establecer un origen de los nombres propios. Tan vano como abrir una discusión sobre la creación del lenguaje. Pienso sin embargo que nominación y palabra están indisolublemente ligadas. Nadie escapa al nombre propio. El nombre es a la vez un derecho del niño y una institución, que a diferencia de otras, no representa una realidad social anónima. Es la única institución que individualiza en un acto de reconocimiento, relacionada con las funciones simbólicas de la maternidad y paternidad.
Nombrar es hacer entrar al niño en el orden de las relaciones humanas, de ahí la importancia que cobra el nombre que se otorga. Elegir, dar un nombre a un niño, es hacerle una donación de una historia imaginaria y simbólica familiar. Esa donación lo inserta en la continuidad de una filiación, lo inscribe en los linajes materno y paterno, hilo de Ariadna transgeneracional que le indica un camino pero no lo traza de antemano, dado que el nombre hace de ese sujeto un ser irremplazable, que no se confunde con ninguno de los otros miembros de los linajes.
Esa donación incluye algo de sagrado, dado que no es un bien que se da o se vende, es dado para ser guardado. En la elección del nombre del niño primera inscripción simbólica del ser humano aparece en filigrana, el deseo de los padres. Cuando nace, el niño no es una tábula rasa, no está virgen de toda inscripción. Un antetexto lo precede, que es también intertexto parental. El nombre deviene la traza escrita de la encrucijada del deseo de los padres. Sobre dicho pretexto, el niño vendrá a inscribir su propio texto, a apropiarse por la singularidad de sus trazas su propio nombre (Tesone, 1988).
Conviene entonces recorrer ese libro familiar, seguir sus movimientos, revelar sus caracteres, reconocer ese manuscrito de letras cursivas ligadas por lazos que atraviesan varias generaciones, para permitir al niño hacer suyo su nombre propio. Revitalizar nuestro propio nombre es siempre una tarea inacabada.
La elección del nombre marca la distancia entre la procreación biológica y la filiación. La asignación al niño de un nombre sanciona que la filiación no es un hecho biológico sino simbólico. Se trata de una elección que lo sitúa en un dispositivo institucional en el cual cada uno tiene su lugar en la estructura familiar. La familia le ofrece al niño un espacio, una estructura significante que opera como preforma. El niño recibe así, aún antes de nacer, un mensaje emitido por los significantes parentales. Se atribuye un nombre a un niño pero a veces se atribuye un niño a un nombre.
En el pensamiento griego, tres aspectos de la figura compuesta del destino pueden ser remarcados: a) Moira, inflexible predeterminación de
una existencia, palabras pronunciadas de antemano, a las cuales deberá plegarse toda la historia; b) Tukhé, el encuentro (bueno o malo), el azar; c) Da-mon, la instancia, es decir el personaje interno al sujeto, ignorado de él mismo y guiando sus pasos independientemente de su voluntad.
El nombre reúne los tres aspectos, hace una condensación de la necesidad y del azar, dejando al sujeto la posibilidad de reapropiarse de su nombre de pila, que será siempre su nombre, pero enriquecido por las incertidumbres del azar en una reescritura permanente. En la elección del nombre de pila hay siempre una poiética, es decir, un acto de creación poético que se recrea constantemente, a medida que el niño podrá hacer suyo su nombre. Sólo en el curso de ese proceso el nombre se convertirá realmente en nombre propio.
Si en algún momento el niño hiciera un síntoma, el nombre de pila podría ser tomado como un criptograma, cuyo desciframiento se puede revelar útil para liberar al niño de un punto de anclaje necesario, sin duda, para su filiación, pero que a veces puede amarrarlo a una patología.
* Artículo completo en Imago Agenda nº 155. Sobre la base del libro "En las huellas del nombre propio" publicado en Letra Viva y que ha recibido el segundo Premio Nacional 2011 de la Secretaría de Cultura de Nación, en la categoría Ensayo Psicológico.
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