Lunes, 3 de octubre de 2005 | Hoy
Por Sonia Catela
Las cajas con las devoluciones empezaron a amontonarse a media mañana; por el mediodía teníamos al jefe pateándolas en la línea de producción, tirándonos las jodidas medialunas a la cara a manos llenas, pisoteando remitos. Unos pasos detrás, la ingeniera de calidad entre invisible y estatua. ¿Por qué tan callada? A que me lo sé. Y el jefe: "¿tienen idea de cuánto va a costarnos esta festichola?"; me dije "que no me acierte una masa en el cuerpo", y me dije: "¿por qué la ingeniera de calidad se pone en segundo plano sin descoser la boca? el jefe sí que está totalmente en babia al respecto", y seguí doblando medialunas porque empecé a las cinco de la mañana y voy a salir puntualmente a las tres de la tarde, y si alzo la cara para participar del amable diálogo que propone el jefe me van a cazar y demorar aquí quién sabe cuánto con el cuento de que hay que recuperar lo perdido, y mientras se desarrollaba el amable diálogo del jefe estrellando medialunas contra la pared, la ingeniera de calidad marcando la nada en su cartapacio y el jefe que porqué las medialunas pesaron treinta gramos en lugar de los cuarenta gramos del stándard, me dije: "no me vengan con que me tengo que quedar después de las tres de la tarde por este jaleo", me dije "ya me han hecho el regalo de laburar hasta las cuatro y media la semana pasada, y la anterior, pero en el día de la fecha, a las tres este servidor se raja" trato de comunicarme con Luis, pero Luis, sombrío, manotea los rollos de masa que le tira a mansalva la máquina, y cuenta y pierde la cuenta de los cuarenta y dos rollos que van por bandeja.
Luis también sabe porqué la ingeniera de calidad parece la escena viva de la María. De las cajas devueltas, hay diez con facturas llenas de maderitas y otras porquerías, el jefe parte las medialunas congeladas y les tira pedazos a las patas de Luis, pero sin puntería, cuidando de no darle a las patas de Luis que es responsable de que los rollos no lleven ese tipo de sustancias extrañas, Luis meta barajar rollos y contarlos hasta cuarenta y dos como si el jefe no estuviera acosándolo con disparos de mazacotes, "alguien tiene que hacerse cargo" graznó el jefe robándole discurso a la ingeniera de calidad de cuerpo ausente, atrás, dura, "alguien".
Yo seguí doblando medialunas porque tengo que acabar a las tres de la tarde en punto, sacarme el mameluco e irme a tomar el 25 silbando bajito; ya hemos usado los veinte minutos que nos dan para tomar el matecocido de la mañana, así que no podemos charlar entre compañeros, Roque tose, alza una bandeja y se mete en la cámara donde vive, menos veinte grados, el Artico, tose, y Luis abre la boca: "la harina que ustedes están comprando es de la peor calidad" y hace sonar su instrumento en este concierto; "¿tenés ganas de quedarte hasta las seis?" le retruca el jefe, "compren la harina que tienen que comprar" devuelve Luis y va que en ese momento al jefe se le afina sin querer la puntería y le aplasta una medialuna ya descongelada contra el tobillo de su blanco y el tobillo de su blanco se pone en acción y le devuelve e incrusta la pelota chorreante en la botamanga armani del contrincante.
Se acabaron los discursos, compañero. "Todos se quedan hasta las seis" anuncia su alegría el jefe. "Pero..." murmura la ingeniera, "hasta las seis", ratifica el herr heil jefe. Toco en mi bolsillo los dos bonos que me quedan de los tres con que nos racionan el inodoro durante la jornada, cagadas a reglamento*; saco un bono, se lo paso al jefe, y Luis, Rubén y Roque muestran un bono cada uno y que necesitan ir al baño y no se nos puede negar, cumpa, porque para eso nos hacen fruncir y abrir el traste a razón de tres bonos sanitarios por día; deliberamos en el enorme salón azulejado, apoyados contra las puertas de las letrinas y preguntándonos qué vamos a hacer ahora que no tenemos voluntad de atarnos a los cuarenta grados del horno, ni a los menos veinte del Artico, ni a la máquina loca más allá de las tres de la tarde.
"Es esa porquería de harina que compran para ahorrar unas chirolas", prosigue Luis fumando con la mirada puesta en el norte. "Yo me voy, y yo" avisamos, cada uno a nuestro turno. Menos Luis: "Ustedes saben porqué no puedo retirarme, muchachos". Dejamos de fingirnos distraídos. Rubén chasquea un asentimiento colectivo. También andamos enterados de porqué la ingeniera de calidad se mantuvo en el limbo, sin participar del linchamiento que organizó el jefe. Sabemos porqué ayer desaparecían Luis y ella, largos ratos. Y porqué el baño se cerraba con llave desde adentro. Lo que desconocemos es las causas por las cuales se desató esa tenida aquí, en la fábrica, la tarde pasada, qué ganas habrán amontonado estos dos como para no poder esperar la hora de salida. "Yo no voy a pedirles nada, gente. Hagan lo que les convenga", dice Luis que no pone pecho de héroe ni de caballero pero se queda. Delatores no somos, tampoco soplones. Y ayer la máquina que larga los rollos se paró como por una hora y media, a la siesta, entre las idas y venidas de Luis y la ingeniera, y las medialunas salieron de treinta gramos en lugar de los cuarenta mínimos, y nadie se ocupó de sacarles astillas y basuritas. "Sí, es la porquería de harina que compran para ahorrar unas monedas", suspiramos. "Bueno", seguimos, "exigiremos que cambien la materia prima. Y hoy, última vez, nos quedamos hasta las seis".
Luis quiere como agradecer pero se contiene mientras recapacito en qué contradicción entramos cuando la lucha de clases se mezcla con las hormonas, qué macanas y retrocesos nos lleva a cometer y en qué bien, que realmente bien está la ingeniera de calidad.
* Foucault denunció en su momento que a los obreros de la Renault francesa les entregaban cuatro bonos por jornada para sus necesidades fisiológicas de baño.
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