Jueves, 16 de febrero de 2012 | Hoy
Por Jorge Isaías
No pregunto por las glorias ni las nieves, quiero saber dónde se van juntando las golondrinas muertas.
Julio Cortázar
El cerco que cierra el terreno por el sur tiene un tejido romboidal, viejo y oxidado que en parte está como injertado en las antiguas plantas de moras, las acacias y hasta un antiquísimo siempreverde. Luego hay una parte bastante importante que forma una hilera de tuyas que plantó mi hermano en la década del ochenta. Después vienen esos pocos árboles que crecieron solos y en el rincón empieza el tunal que plantó mi madre enterrando tres o cuatro pencas. Este tunal era uno de sus orgullos y un placer para su paladar, ya que las tunas -junto al melón y las uvas- eran su fruta preferida.
Mi madre, tal vez por su herencia de inmigrante, todo lo comía con pan. Hasta la fruta más modesta, de toda la variedad que hubo siempre en mi casa, eran plantadas por mi padre y a las que él no hacía demasiado honor, salvo los citrus. Hasta los limones eran plantados por sus grandes manos y comidos como la más inocente mandarina. Tenía sobre su mesa de luz un libro sobre el limón donde el autor sostenía que comiendo un limón por día se podían prevenir ciento setenta enfermedades. Ese libro trasegó mi infancia, junto a otros sobre el ajo y la cebolla. El del limón lo encontré en una mesa de saldos en Buenos Aires y lo compré de puro nostalgioso.
Del otro lado de ese cerco en mi infancia empezaba el campo. Allí reinaban los zapallares y el maizal de don Clemente Gerlo. Dos veces por años entraba con su pequeño arado de mansera y enganchado de su mansa yegua Chicha, roturaba pacientemente esa hectárea que habría comprado no sin poco sacrificio. Hoy está casi todo construido allí (luego de que pasara la ruta y abrieran esa calle, la Nicolás Avellaneda), salvo el yuyal que nace luego del tejido y que es el único que no tiene construcción y está cercado por una hilera de acacias espinudas, plantadas no sé por quién.
Ese terreno en épocas del viejo Gerlo me proveía de ejércitos de pájaros para mis tramperas. Con sólo colocarlas estratégicamente en algunos postes que sostenía el tejido bastaba. Sólo tenía que traspasar a una jaula más grande los que iban cayendo influidos por el canto armonioso del llamador, un misto de hermoso plumaje que pereció bajo los picotazos de un gorrión, quien al verse entrampado rompió un alambrecito y metió el pico por ese hueco y le dio un estiletazo fatal al pescuezo de mi pájaro preferido. No pude controlar mi furia y descabecé al gorrión asesino. Tal vez hacía horas que había caído y al verse enjaulado no habrá resistido esa desesperación.
Después vino la culpa y no puse más las tramperas, pero usé dos postes para dejar atados los barriletes mientras hacía los mandados, hasta que un día, al volver de uno de ellos, encontré mi preferido caído en el cañaveral de don Eufrasio Campos.
En el invierno, don Clemente Gerlo, luego de juntar el maíz, quemaba el rastrojo. Se levantaba a la madrugada y con un palo al que adosaba un trapo empapado en kerosén iniciaba su tarea. Iba minuciosamente apoyando la llama en las plantas sin espigas hasta que, primero con timidez, luego casi en llamarada, se comenzaba a propagar. Eran como pequeñas estrellas cayendo sobre el ocre de las plantas hasta que buscaban el cielo y como allí las estrellas siempre estuvieron muy bajas era, por un rato, una luz que amenazaba con quemar esa luna fúlgida de plata helada.
Del rastrojo de don Gerlo alguna vez sacamos chalas para las fogatas de San Pedro y San Pablo, cuya ceniza aprovechamos para cocinar unas batatas. Y en ese cerco un atardecer vimos posarse una gran bandada de golondrinas tardías y también las vimos volar agujereando el cielo, erráticas primero, luego mejor orientadas hasta que se perdieron en el azul casi perfecto que ya manchaba un poco el ocre prematuro del crepúsculo. Vimos cómo se fueron empequeñeciendo en lo alto a lo lejos, hasta perderse para siempre de nosotros.
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