CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Imposible saber que estaban allí desde fines del siglo diecinueve, ni que lo habían traído como lastre en algunos barcos, ni que otros eran provenientes de las sierras cordobesas. Para nosotros siempre habían estado allí y peor aún, creíamos que siempre iban a estar. Cuando el patio de casa se agrandaba hasta la escuela, sin transporte escolar que nos interrumpiera el crecimiento armónico en la ampliación de conciencia, debíamos cruzar solos estos ríos de piedra que separaban las manzanas como si fueran continentes. En los días de lluvia, en los acantilados que se formaban entre el borde de la calle y el cordón, desde los rápidos de Don Larguía hasta la desembocadura en la boca de tormenta jugábamos carreras con nuestros barquitos de papel.
Cuando éramos expulsados sin motivo por los pibes grandes del potrero, los partidos seguían sobre estas piedras en la cortada Marcos Paz, dos adoquines para cada arco y la altura variaba ostensiblemente si el que atajaba era el "garza" García, que medía como quince adoquines apilados o el "tachuela" Juanca que no pasaba las diez unidades.
Las discusiones se daban generalmente por el largo del arco, sobre quien y como los había contado, si eran trancos largos como los que uno hacía para salir de la escuela o si más bien había ejecutado los pasos cortos y desganados como los que generalmente se usaban para entrar a la misma. En lo que siempre estábamos de acuerdo eran en la altura del marco porque usábamos la misma imaginación.
Siempre sostuve que si se trasladan doce pibes a un predio de cuatro hectáreas con una pelota y cuatro adoquines, ellos sabrán buscar la medida exacta para la canchita, el arco, los límites del campo de juego, el tiempo limitado por los goles, los equipos más parejos para disfrutar del mayor tiempo posible, hasta que la luna dé la pitada final.
Para lograr este momento de felicidad es imprescindible que ningún adulto pise parte de estas cuatro hectáreas, ni para marcar la cancha, ni para hacer de árbitro, ni de técnico y mucho menos de padre.
El cordón, hecho del mismo material, era para nosotros un banco de cien metros en donde se podía tomar una Coca, que iba pasando de izquierda a derecha, de boca en boca y sin limpiar el pico en ninguno de los casos.
También podía ser usado en forma individual, ante un desengaño, ante un dolor que nos impedía llegar a casa, con manos entrelazadas, antebrazos sobre las rodillas y cabeza entre las piernas se podían dejar caer las lágrimas para que se mezclen con las hojas caídas para que el barrendero a primeras horas de la mañana se las llevara bien lejos.
La palabra adoquín estaba muy presente en las conversaciones, "adoquín con pelos" era la persona dura en entender algunas cosas; ante un bulto pesado la expresión era "¿que llevás adoquines?"; también para alguna maldición, "que te empaches con salamines y te lluevan adoquines" se podía escuchar en el barrio.
Era fácil saber cuando uno iba perdiendo una discusión con la primera novia, porque sin quererlo nos encontrábamos sobre la calle y ella sobre la vereda, de igual a igual y cuando se acercaba la derrota por nocaut, uno bajaba la mirada al adoquín y él nos daba la frase justa para decir en el primer silencio: "Me muero por vos".
Las propiedades curativas del adoquín no han sido estudiadas todavía, quizás algún maestro en reflexología sepa cuales son los puntos del pie que nos energizan y nos calman los dolores del alma, pero lo que es una realidad es que toda persona que camina con el corazón roto de vuelta a su casa lo hace por la calle.
En nuestra cultura popular, dos grandes como Cadícamo y Manzi en sus obras Garúa y Milonga del 900, lo dejan bien en claro. En el primer caso el personaje no puede lograr el olvido, camina en un nube de tristeza, empujado por el viento, y con un corazón lleno de goteras, y en medio de un estado depresivo que es muy difícil que salga mientras siga caminando por la vereda. En cambio, en el segundo caso si bien tampoco pudo olvidar por lo menos logró el perdón, que no es poca cosa, vive su vida a un ritmo de milonga y lejos de cualquier encono, y todo se debe al caminar por lo desparejo.
Quien puede discutir los informes técnicos sobre lo peligroso de las cubiertas de los autos sobre el adoquín mojado, o el daño que ocasionan en el tren delantero y carrocería de los rodados, pero nada dicen sobre los beneficios sobre el peatón.
Por todo esto, mientras miro cómo los adoquines de calle San Martín soportan estoicos, como le tapan los recuerdos con asfalto, y sabiendo que ese es el futuro inmediato, pagaría la plata que no tengo comprando en una subasta un adoquín de la calle San Luis cuando era doble mano, mucho más que por un trozo del muro de Berlín.
Para cuando haya sólo calles asfaltadas deben saber, tanto aquellas personas que crean que debajo del asfalto existe un mundo distinto en donde no se conocen los ruidos, o aquellas otras que piensen obsesivamente en el infierno tan temido, que el cielo de estos lugares está totalmente adoquinado.
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