CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Tal vez primero fuera un camino solitario que sólo cruzaban los pájaros. Pero en ese tiempo originario esos caminos tenían sus olores. El querendón olor de la albahaca en casa de la abuela materna o el trébol fragante que criaba mariposas.
Esos caminos que cruzaban los hurones y los cuises, y de vez en cuando una barra de chicos con sus hondas y tramperas camino a los bañados donde dormían los flamencos y las garzas. Esos bañados que festoneaban de juncos y espadañas, nidos de zorzales y estrépito de teros, desconfiados siempre, siempre alertas, siempre a los chillidos que perforaban el aire calmo del verano.
Los campos en esos amaneceres que estallaban de rocío, un rocío que se volvía vapor apenas los primeros rayos de sol urdían el foco ígneo, en fuga comba hacia la boca todavía cerrada del crepúsculo.
Muy por arriba sobrevolaban los chimangos, porque tal vez divisaron el cuerpo de algún animal muerto por el campo.
Yo no lo sabía en ese tiempo, pero yo también era paisaje. Todos lo éramos. ¿Qué otro valor tendríamos mayor a esa florcita azulina de cardo? O a los propios vilanos que volaban -erráticos- por el campo.
A decir verdad, no sólo yo era paisaje en ese tiempo, mis compañeros de caza, fútbol y aventuras también lo eran.
¿Acaso no nos cortaban a todos por igual el pelo muy corto, vestíamos ropa muy humilde que cosían nuestras propias madres y andábamos todo el día descalzos cuando era verano?.
¿Acaso todos nuestros padres no eran jornaleros, alfabetizados en parte, en parte analfabetos? ¿Acaso no fueron todos afiliados al Sindicato Obrero y luchaban por sus salarios?
De alguna forma éramos como esas nubecitas que en verano se iban agrupando al amparo de la brisa hasta formar una más amplia que hacía una sombra visible sobre algún lugar del campo, de los bañados o de algún camino florecido como el llamado "Del Diablo", o el de Ramón Camiscia o el de la tapera del ruso Bay que llevaba a Maldonado y quien dice Maldonado dice el Noventa o el Veintidós, con sus sendos espejos de agua que no se llenaba de peces en las inundaciones.
Al noventa se accedía por un ancho puente de madera y luego de transitar un largo camino festoneado de árboles, de pinos o eucaliptos, no sé. Aunque es probable que sólo hubiera añosos tamariscos donde hacían su nido las calandrias y las monteras.
Pero quedaba muy lejos y nunca que yo recuerde fuimos solos.
Hubo, sí, alguna incursión con mi viejo y con algunos de mis tíos a cazar patos. Como no se podía de ir a pie, siempre se conseguía algún vehículo que nos transportara a todos.
Y hasta una vez recuerdo un viaje donde también fueron de la partida mi madre, mi tía, mis primas.
En esa oportunidad, el vehículo era una cómoda chata con sus cuatro ruedas de goma, infiero que pertenecerían a un rastrojero, tirada por dos caballitos rendidores.
Como la chata tenía un par de barandas en uno de sus laterales, allí apoyaron las mujeres unas sillas y viajaron con gran comodidad, ya que las ruedas de goma saltaban mucho menos que las de hierro sobre el duro y polvoriento camino de tierra. Hoy ignoro por qué caminos internos de la estancia anduvimos, pero la proximidad de la gran cañada tuvo presencia mucho antes por el tipo de aves que nos cruzamos entonces.
Mientras fuimos por los primeros caminos internos de la Estancia (así con mayúscula, como se conocía el Establecimiento Maldonado, por entonces) la diversidad de pájaros era reconocible por el tamaño de las especies: corbatitas, gorriones, federales, mixtos, jilgueros, tacuaritas, calandrias, horneros o algún picaflor extraviado.
De pronto una formación de garzas moras hendió el aire trayendo a la mañana su canto lastimero. Luego un grupo de gaviotas que levantaban vuelo siguiendo a las espantadizas bandurrias y al confiado chorlito.
En una hilera de postes de ñandubay vimos unos cuantos biguás caracoleros, señales inequívocas de agua que reemplazaba a la postal de las lechuzas que esperaban pacientes el paso furtivo de algún roedor por el costado de los alambrados.
De pronto, al doblar un recodo y ya entrando al camino recto de los tamariscos vimos el reflejo del agua donde titilaban los rayos del sol y una inmensa bandada de flamencos rosados que alzaban vuelo empequeñeciendo la mañana.
Cuatro inmensas cigüeñas se espantaron y fueron cuatro sábanas blancas en nuestras retinas para siempre.
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