Lunes, 27 de febrero de 2012 | Hoy
Por Marcia Bredice
El carnaval se nos quedó retenido en el músculo ciliar. Volvió la retina a dibujar el serpenteo vibrante de la marcha, el bullicio de la tabarra carnavalera y el feriado.
Nunca antes habíamos visto girar así los torsos, los muslos fibrosos de los comparseros, los brazos tentaculoides de las bailarinas. Nunca antes habíamos deseado danzar en círculos el rito pagano de la algarabía y la exageración; respirar el olor a espuma, a pluma y lentejuela; sentir bajo las plantas de los pies la humedad de un confeti deshecho por el agua transpirada de la masa; descubrir detrás del atavío, los cuerpos sin rostro sudando el sudor de los otros.
Se nos metió en el tímpano y en la aurícula y luego en el plexo el hueco sonido del surdó.
Palpitamos carnaval, respiramos carnaval, nuestros huesos supieron el carnaval, desesperados. Corrimos de un extremo al otro de la escuadra, deslumbrados por los espaldares de las pasistas y los brazaletes de los bastoneros.
De lejos, como una imagen en la que los rayos de luz se distorsionan por la evaporación del agua, vimos deshacerse la comparsa. La vimos diluirse en la inmensa atmósfera de una ciudad cansina. Quedaron los parques desiertos y desierta la ciudad. A solas, quedamos; a gatas, barriendo los restos del gentío, juntando los mendrugos del yo colectivo.
Como en el corso triste de Manuel Mandeb, las calles volvieron a su ritmo doliente y nosotros volvimos a otro corso y a otro ruido, a otra fiesta y a otra farsa. Nada cambió, después del carnaval.
Sonó el despertador a la misma hora y extendimos el brazo en la misma dirección para bajarle la perilla. Nos sentamos al borde de la cama con la cabeza entre las manos, renunciando a la idea de salir. Descreímos de los ordenamientos lógicos de las fechas patrias, de las sacras fechas que estipula el calendario, de la ortodoxia que protesta la falta de viernes que tienen los jueves, la falta de lunes que tienen los martes.
Con ridícula pereza cepillamos la dentadura que debíamos mostrar en el día, los cabellos que se nos erizarían en la noche.
Volvimos a los bifes tirados a la plancha, a la lista del supermercado, a los cajones vacíos, a los cestos repletos de ropa sucia, a la sabida jornada. Volvimos a los tickets, a los tribunales, a los estacionamientos, a los carriles exclusivos.
Llenamos los centros, los bancos, los correos. Archivamos comprobantes y trabamos conversaciones en las filas de los turnos, donde la angustiante espera nos duerme las piernas y nos seca la garganta.
Volvieron las monedas a la mesa del café, a las esquinas con semáforos los limpiavidrios y a sus cubículos los diarieros. Volvió el repositor a ajustar su faja y la cajera a pedir cambio; el médico a observar la placa sobre el negatoscopio y a firmar su recetario. Volvió el iluso a las promesas, la duda a la certeza y el desequilibrante agobio de los días, trocó en calma.
Después del carnaval, volvimos a nosotros. Volvió el viento a soplar desde el oeste y el verano comenzó a acabarse.
Después del carnaval, vino otro otoño y otro marzo y lo que resta y lo que sigue.
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