Viernes, 9 de marzo de 2012 | Hoy
Por Beatriz Vignoli
A James Peck, que habita el horizonte
Me llamo Agustín Aguirre. Estoy solo. La semana pasada me separé de mi mujer.
A los diecinueve años, yo estaba solo en el mundo con una lista de tipos que matar.
A los cuarenta y nueve, más precisamente anoche, a las tres de la mañana, yo estaba en un bote varado en la playa con otros cuatro tipos, tomando brandy. "Somos cinco en un bote varado", pensé, y creo que lo pensó Martín y que lo pensó el Colo Irazusta.
"Somos cinco en un bote varado, en una playa. Y Vojkovic que no está".
Yo sabía que iba a ser un fin de fiesta triste. Le habíamos puesto nombre a la fiesta: "la yonqueada del hippie", porque nos la habían vendido como una fiesta temática ecológica de beatniks. El Colo Irazusta se resistía a venir y creo que tenía razón. Igual, tan triste no fue. Martín improvisó un tambor con un balde de plástico que mi hermano había encontrado en el fondo del bote. El mejor amigo de mi hermano batía otro balde. Les salió un candombe litoraleño, como le gusta decir al amigo de mi hermano, con esa manía que ellos tienen de mezclar los géneros musicales y creerse los genios del rock fusión. "Este río es sagrado", exclamó de pronto mi hermano en un momento de la noche, borrachísimo, abarcando en un gesto el agua del río Paraná, las luces del puente a Victoria, la tormenta que se venía. El ritmo del agua del río golpeaba y percutía en el bote y era como una música, como el latir de un corazón, y el tamborileo de los dos músicos borrachos se iba adaptando poco a poco al compás del agua y lo seguía, como el latir del corazón de un feto que late acompasado con el del corazón de la madre, como el hijo futuro que ella y yo ya no tendremos nunca. A unos pasos de nosotros, en la playa, Irazusta, despacito, calladito, se tomó él solito toda la cerveza que quedaba y fue entonces que seguimos con brandy. Fue como un gran chiste interno esa petaca de brandy, un chiste que sólo los del séptimo regimiento podíamos entender: brandy fue lo que le convidó años más tarde a Savage el espía en cuya casa Vojkovic, Hornos, Zelarrayán, Vargas y Ortega encontraron el bote. Yo sé por qué el Colo no se subió a este bote. Me imaginé que recordaba (como yo, como todos lo recordábamos aunque nadie quisiera decir nada) aquel otro bote, otra playa, otras aguas, antes.
Y Vojkovic que no está.
El bote del espía estalló a medianoche. Con él volaron Hornos, Vojkovic, Zelarrayán y Vargas. Al otro día tuvimos que juntarlos. Juntar, quiero decir, los pedazos: juntar los pedazos de los cuerpos, ponerlos en una manta. Una manta menos para cuidarnos del frío, como dijo Poncetta, que fue el único que pudo decir algo esa mañana, cuando los juntamos. Estaban minados los bordes del puente de piedra, habían sido minados por los ingenieros de nuestra propia tropa con minas antitanques.
Montenegro sabía y les avisó, pero no lo escucharon: el hambre fue más fuerte. Había que cruzar cuando el agua de la ría estuviera baja, decía Montenegro. ¿Era una ría, un río, una bahía? En la noche, era agua. Montenegro sabía. Sabía y les avisó. Pero no lo escucharon. Vargas, Zelarrayán, Vojkovic y Hornos volaron. Hornos no apareció.
Mi casa voló. Mi mujer tampoco apareció. Graciela. Grace. Grace under pressure.
Hace tres horas me acordé de ella y me hice dos pajas. No la extraño, solamente la recuerdo. No la extraño porque, detrás de la pared de amor que ella sostenía, hace rato que ella ya no está. Se fue un día silbando bajito y me la dejó armada, quieta, inmóvil, como el caracol que se desprende de su caparazón para morir desnudo en el mar y uno se cree que el bicho quedó ahí adentro hasta que mira un día y no, ya no hay nada, el caparazón está vacío. El fin de semana creí que me moría pero ahora tengo más ganas que nunca de estar vivo. Sin motivo, puras ganas de estar vivo. Tengo de ella un caparazón vacío que me sigue amando, pero ahora sé que ese caparazón soy yo. Ya no me pongo nervioso en la calle, entre la gente. Me siento curado. A lo mejor la atormenté para vengarme y ahora por fin me siento curado. La semana pasada, ella decidió parar de sufrir y me mandó a la mierda. Y yo tuve que parar de quererla y hacerla sufrir. Me gustaba quererla y hacerla sufrir al mismo tiempo. Era más intenso así, quererla y hacerla sufrir, verla sufrir en silencio y creer que me seguía queriendo. Fue mi manera de vengarme, ser igual que ellos. Ellos que agarraban a un tipo duro y le daban y le daban y le daban hasta que lo quebraban. Me gustó destruir lo que amaba. Me hizo bien.
Hacía catorce meses que no nos hablábamos. Habíamos vuelto a encontrarnos para Navidad. La fui a ver a la casa de su madre. Vino la vieja y descorrió una cortina, después un mosquitero y después una ventanita. Y miró para adentro y la llamó. Salió ella y primero me miró raro, después solamente me miró. Y yo la miré a los ojos y ella también me miró a los ojos. Y había empezado a decir qué hacés acá pero me dijo hola, Agus. Y yo sentí que en el fondo de esos ojos estaba mi razón para estar en el mundo.
Nos encontramos a almorzar el veintinueve. Yo le conté que había dejado los analgésicos. Le expliqué que había cometido errores bajo el efecto. Que ahora yo era otro, que ahora ya no lo haría. Le debe haber sonado un poco raro porque ella no sabía que yo tomaba analgésicos. Además qué tendría de malo. Me pareció imprudente y cursi explicarle que se trataba de morfina. Me pareció más cursi aún decirle que la había empezado a usar para el dolor de la separación primera, la de catorce meses antes. Me parecía cursi, e imprudente, decirle que por ella había dejado la morfina. Para volver a verla, para ya no volver a lastimarla. El Colo me había dado la idea y la cosa: a eso sí no lo diría por nada del mundo. Me parecía cursi además, y me daba vergüenza, decirle que en el fondo de sus ojos estaba mi razón para estar en el mundo. Y no le dije nada. Agustín Aguirre, soldado clase '63, compañía A, séptimo regimiento, infantería mecanizada, reportándose. "Seguís", me dijo ella, "siendo el mismo". Y los ñoquis de colores en nuestros platos parecían caramelos de goma. Y se lo dije a ella y nos reímos.
Me reí, mejor dicho. Ella sonrió apenas, un rictus leve. Le pregunté si había visto las películas. Para Reyes le llevé tres regalos de Reyes. Copias de mis tres películas favoritas, envueltas en papel dorado: Apocalypse Now, The Deer Hunter y Taxi Driver. Pensé que entendería, pensé que sólo así me entendería. Le avisé el día antes y, cuando fui, no estaba. Me atendió mi suegra y me dijo que se las dejaría en su cama. Me la imaginé imaginándome a mí entrando en su habitación. Tres películas como tres rosas amarillas. Un muro de cemento se quiebra en un instante, si le metés presión dieciséis meses. Le das, le das, le das, le das y parás. Mi bombardeo más intenso fue entre el almuerzo de fin de año y Reyes. Y ella no dijo nada. Ni gracias. Y me llamé a silencio.
Dos meses de silencio sepulcral y la llamé de nuevo. Y ahí fue que se quebró. La táctica no falla. Te desgastan, te liman; de golpe, ajustan las clavijas, te re bailan al palo y cuando ya no das más, paran. Te desacostumbrás. Y cuando ya creés que terminó, cuando ya no lo esperás, retornan sobre vos. El más mínimo toque te devuelve a todo el infierno de antes de la pausa y entonces estallás. Y ellos estaban esperando eso, que vos mismo les dieras una excusa con la que terminar de reventarte. Y a partir de ahí, ya no hay piedad. De ahí en más te demuelen. Y caés. Y ya sos otro. Un hombre no puede ser domado como un animal. Un hombre se rompe. Deberíamos saberlo, a esta altura. La idea, bueno, no era romperla a ella sino a la muralla. No vi que las dos eran lo mismo.
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