Jueves, 29 de marzo de 2012 | Hoy
Por Jorge Isaías
Cuando lo vea al Fanta le preguntaré de nuevo por Angelito Balquinta.
Tampoco sé exactamente donde vivía con su familia, pero es seguro que era en la calle que hoy se llama Juan de Garay.
Según cuenta Roberto Escudero eran sus vecinos, y si es así, la casa de los Balquinta estaba en el último terreno de la Juan de Garay, al decir de Miguel Compañy, es como si uno debiera aclarar que la última casa era la de Hugo Ruiz, que en los tiempos de mi infancia se hacía una inmensidad de distancia, algo imposible de transitar aunque yo vivía a poco más de tres cuadras. Mi madre entonces no me dejaba salir de la cortada de Pichichello, como le decían a esa calle trunca donde vivíamos la primera década de nuestra vida. Con sólo arrimarse a la puertita de tejido que daba a la calle, me veía correr con la barra detrás de la pelota de trapo. Una vez me dijo que mi voz era la única que se escuchaba en nuestros juegos, y aunque me dolió, pienso que para ella era una tranquilidad esa estridencia porque no tenía necesidad de asomarse a la calle a cada rato.
Por todo lo dicho, no me resultó posible saber donde vivía Angelito con su familia, ya que era él quien a veces se arrimaba a jugar con nosotros y se mezclaba en nuestros picados más que ásperos.
Por esa calle vivían muchas familias que no están, y cuyos hijos fueron compañeros de juegos, sobre todo de fútbol, ya que era el deporte por antonomasia en aquellos años y en la cortada de marras nunca faltaba una pelota, ya de goma, ya de trapo, porque las de cuero llegaron tardíamente a nosotros. Para jugar con ellas teníamos que llegarnos hasta la cancha del club, otras tres cuadras por la misma calle pero en sentido contrario, donde el canchero nos la prestaba. Por esa calle, ya no queda nadie que yo pueda recordar: los Modernell, los Míguez, los López, los Correa, los Sánchez, los Escudero, los Mansilla y los mismísimos Balquinta quien en algún momento emigraron hacia Venado Tuerto, donde hoy Angelito es vecino del Fanta quien de vez en cuando me trae algún saludo y yo se los retribuyo desde aquí.
De la familia Balquinta sólo recuerdo a su papá -con su ropa clara y su sombrero negro siempre- empleado de la gomería Sciarini y a su hermano mayor, Adelqui. Me dicen que tenía dos hermanas menores pero yo no las recuerdo.
Es probable que todo este tiempo haya tenido sus lágrimas, sus impotencia y la arbitrariedad de los mayores que nos reducían a objeto con su trato, pero nuestra niñez tuvo esa cuota de creatividad inmensa en esos espacios abiertos donde se desarrollaban las experiencias y el crecimiento de entonces. Y uno no es consciente de la felicidad hasta que la ha perdido o la recuerda. Porque la felicidad es apenas un fogonazo que nos acompaña para seguir.
En este momento recuerdo un viaje que hicimos con mi amigo Guillermo, ya adultos claro, y coincidimos con mi tío Pancho Isaías. La cita era clara: un lechón ofrecido por mi hermano en el restorán de Juichito Becerro. Allí mismo surgió la visita -que hicimos al otro día- a Colonia Hansen, los dominios de mi amigo, Emir Egilio Menza, a quien todos llaman El narigón, el mismo que compite en bondad con el pan fragante y calentito que alguna vez horneó don Juan Cristóforo Galli.
Colonia Hansen es, al decir de Haydée Parapetti, el pueblo que no fue. Sólo dos calles, dos manzanas y una capillita. Alguna vez vivió gente allí, pero nunca pasaron de diez familias, hoy sólo el amigo Emir resiste con su venta de combustible y con su bar. El mismo lugar en el que nos recibió con una picada de salame casero, previo golpe de teléfono.
Hicimos honor al plato que incluía queso también casero y lo empujamos con un tinto poderoso. Eramos cuatro hombres -Guillermo, mi tío, mi hermano y yo- charlando en apacible comunión y en algún momento yo miré a los tres y sin decir nada me sonreí de puro feliz.
Por la ventana podía ver allá a los lejos el polvo del camino solitario que levantaban algunas chatas rumbo a sus tareas y más cerca la hermosa capillita que refractaba los vidrios de colores de la ventana remedando algún vitró. Los pájaros que caían en picada a comer sus granos de maíz volcados en la calle, y muy mansamente formaba pronto una bandada.
Y dije como al pasar un poco distraído, tuve un amigo, Angelito Balquinta, que era hincha fanático de Racing y sin embargo no entiendo por qué mi memoria lo retenía con una camiseta de Banfield.
Todos se sonrieron y yo admiré el sol que reptaba entre unos trigales altos hasta que invité a todos para que miraran esa belleza que se iba para siempre.
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