Miércoles, 4 de abril de 2012 | Hoy
Por Javier Núñez
Cuando empecé cuarto grado estaba cagado en las patas. Venía de otra ciudad, de otra escuela, no conocía a nadie. Todo me resultaba diferente, abrumador. La cantidad de chicos que se amontonaban en el patio, las escaleras enormes, la ceremonia de la entrada. Para colmo en esa escuela -no sé si en las demás también, pero no en la que iba yo antes- tenían por costumbre, en ese entonces, recitar el preámbulo de la Constitución Nacional. Cientos de chicos en el patio repitiendo al unísono, "Nos, los representantes del pueblo de la Nación Argentina, reunidos en Congreso General Constituyente" etcétera. Y yo ahí, mudo, inmóvil, perdido, mirando las caras desconocidas de mis nuevos compañeros. Absurdamente cagado en las patas.
Rodrigo Suárez era el último de la fila. Era alto, de espaldas anchas, la piel oscura, la boca y las manos grandes. Le decían "el mono" y me parece que al principio no le gustaba pero se terminó por acostumbrar o dejó de importarle. Aunque el tamaño le hubiera permitido hacerse rey del aula -ninguno le habría aguantado una sola piña- nunca se peleó con nadie y era querido por todos.
Fue uno de los primeros con los que trabé amistad. Mis temores, por supuesto, se disiparon enseguida y acabé haciéndome varios amigos, al menos por esos años.
El primer día de séptimo grado, cuando yo ya estaba acomodado a la escuela y a mis compañeros, llegó un chico nuevo. Creo que también venía de otro lado, a lo mejor porque al padre lo habían trasladado o algo así. Era petiso, de pelo rubio y pajoso. Se llamaba Federico Tewes y era hincha de Racing, aunque eso lo supimos después, cuando ya le decíamos "Corchito" y lo cargábamos por ser el único hincha de Racing que conocíamos en Rosario. El primer día solamente era el rubiecito ese que estaba ahí, ocupando uno de los primeros lugares de la fila con cara de resignado.
No sé si todavía recitábamos el preámbulo y fue entonces, en medio de dos frases repetidas mecánicamente, o en el silencio previo al ingreso al aula, cuando el que estaba delante de mí en la fila se volteó y me dijo, en voz baja:
-Cebollita al pibe nuevo. Pasala.
No lo entendí. No sé si por ingenuo, o volado -probablemente pensaba, en esos momentos, en las novelas de Salgari o Julio Verne que había leído hasta la madrugada, o en las historietas de Nippur o Savarese que traían las revistas El Tony o D'Artagnan que me llevaba a escondidas de la casa de mi abuelo-, pero lo de "cebollita" no lo entendí y lo pasé para atrás, creyendo o queriendo creer que se trataba de un apodo, del bautismo espontáneo que había surgido mientras hacíamos la fila antes de entrar.
Pero no.
"Cebollita", era ese tratamiento que se dispensaba a los recién llegados o a los cumpleañeros y que consistía en frotarle el cuero cabelludo con los nudillos entre varios mientras otros dos te sujetaban. Te dejaba el pelo para cualquier lado, el cuero cabelludo irritado, la cara roja de indignación.
"Cebollita al pibe nuevo, pasala", dije entonces.
Se lo dije al que estaba detrás.
Acá me gustaría decir que el que estaba atrás era Rodrigo Suárez. Que la conversación que tuvimos fue en ese instante, en la fila: siempre que conté esta anécdota lo hice así. Pero la verdad es que no lo sé. No sé si fue ahí cuando me dijo aquello de que cuando yo había llegado a la escuela me habían tratado bien y que debería avergonzarme, o si fue después, si al fin y al cabo le hicimos cebollita entre unos cuantos y lo dejamos despeinado, furioso y con los ojos irritados, al borde de las lágrimas. Pero me acuerdo de Rodrigo diciendo eso, de Rodrigo con sus ojos negros como pozos que me atravesaban. De Rodrigo tan enorme, tan digno.
Me gustaría decir que Rodrigo era el que me seguía en la fila, pero siempre fue mucho más alto que yo. A lo mejor es una forma absurda de engañarme.
Después, ya se sabe. A Corchito lo dejamos en paz, acabamos por ser amigos. Nos seguimos viendo por un par de años cuando jugábamos en el mismo equipo en el torneo interno de Newell's. Con Rodrigo, después de un tiempo, dejamos de vernos. Creo que lo crucé por la calle alguna que otra vez. Hablamos trivialidades, nos saludamos, que tengas suerte, que te vaya bien. Puede que incluso algún día nos volvamos a encontrar, nos saludemos de lejos o apenas nos detengamos para cruzar una o dos palabras. Puede que me despida y nunca le recuerde el episodio ni le diga que, a veces, cuando trato de ser un buen tipo, me miro en el espejo que conforman algunos días como ese. Puede que solamente le diga chau, que tengas suerte, que te vaya bien.
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