Miércoles, 2 de mayo de 2012 | Hoy
Por Ariel Zappa
El 24 de marzo de 1976 tenía 9 años de edad. Los recuerdos de esa época fluctúan. Si trato de localizarlos en un punto fijo, se escapan. Todo da cuenta de un tiempo ahogado en silencios, guiños, referencias. No me interesa interpelarlos con la vara de un razonamiento que no tenía cuando sucedieron. Que sigan su camino y marquen un sendero para poder nombrarlos: era el miedo y un país de niebla.
1
Estábamos en la escuela. Nos ordenaron quedarnos en el salón. No sabíamos qué pasaba. Reinaba el griterío hasta que, de golpe, la seño Estela entró al salón y se desplomó sobre el pizarrón. Fue la primera y única vez que se largó a llorar frente a nosotros. Despacito, nos acercamos unos cuantos y le preguntamos qué le pasaba. Lloraba la seño. Y nos dijo:
-Murió el General Perón. Y siguió el llanto de otras maestras, siguió nuestra angustia por verlas llorar y los suspiros de congoja de la seño Estela. Otras seños comentaban: "che, termínenla, no es para tanto".
Un compañero, -el más revoltoso del curso- se paró y gritó: "¡Sonamos, se viene la revolución!"
La seño Estela, sacó su cara del pañuelo, tomó aire y nos dijo: "no, chicos, no va a haber ninguna revolución".
2
Una mañana de invierno, detrás de la niebla, nos sorprendió una fila de soldados en ambas veredas de la calle Arijón. Iba de Oroño hasta Ovidio Lagos. No nos permitían cruzar la calle y nosotros teníamos que ir a la escuela. La respuesta fue terminante: ¡no se puede cruzar! Mi mamá encaró hacia el primer colimba que tuvo enfrente:
-Escúcheme, son cinco cuadras hasta Oroño u Ovidio Lagos. Hace mucho frío y vamos a llegar tarde. Son siete chicos que van a la escuela, ¿me entiende? Un militar de jinetas, se acercó y respondió:
-¿Qué no entiende, señora? ¡No se puede cruzar la calle!
Tuvimos que ir hasta Ovidio Lagos. A la vuelta, no había soldados. Todo había vuelto a la normalidad.
3
La profesora de dactilografía nos dio tarea: escribir sobre el mundial de fútbol del '78. Yo me sentaba en el living de casa con la ventana abierta. Mis viejos nos habían regalado una Olivetti 188. Era hermosa. Cuando pasaban los vecinos, me preguntaban:
-¿Qué escribís, zapita?
-Una carta al presidente.
"En primer lugar, lo felicito señor presidente. ¡Que mundial que nos mandamos! Si viera las filas de autos tocando bocina. Al día siguiente de la final, las maestras nos llevaron a los chicos de la escuela hasta Ovidio Lagos para festejar. Fuimos con las banderas. Nosotros cantábamos: ¡que esta barra, bullanguera, no te deja de alentar! ¿Y la fiesta de inauguración? ¡Que emocionante! La profesora de dactilografía nos dijo que ese espectáculo salió tan prolijo porque estaban los militares. Me saqué un diez en la tarea. Mis papás se la mostraron a todo el mundo.
4
Ibamos en bici hasta la casa agujereada de calle Anchorena, detrás de la parroquia. Era un chalecito típico: un techo a dos aguas con tejas rojas. Por el costado derecho, una puerta de chapa daba al pasillo. Una tarde, casi noche, un policía se nos cruzó delante de las bicis y nos gritó que nos fuéramos. También les gritó a los vecinos, que estaban alborotados por el movimiento de los patrulleros. Nosotros nos quedamos un tiempo más mirando desde la esquina y apoyamos las bicis sobre la cuneta. A la primera explosión salimos rajando. El olor a pólvora era agrio. Como a los tres días volvimos. Los que sabían andar en bici sin tocar el manubrio, simulaban metralletas con los dos brazos sueltos.
-A los terroristas los mataron a todos -explicó Marcelo.
-Al bebé lo tiraron envuelto en un colchón -contó Victor Hugo.
-A mí papá, los policías le gritaban "Metete en tu casa, pelotudo ¿qué mirás?" -gritó José Luis.
Se hizo de noche. Cada uno se fue para su casa. La puerta de chapa, la del pasillo, no tenía dos centímetros sanos. Llena de pocitos, las paredes. Pasábamos siempre rápido por la calle de la casa agujereada.
5
Mi dormitorio daba al jardín. Y el jardín, a la calle. De las noches, recuerdo dos cosas: primero, el ruido del martinete de la fábrica Forja que quedaba justo enfrente de la Fábrica Militar. Era un tim, tim lejano, que se apagaba a medida que la distancia hacía lo suyo. Después, se apagó del todo o al menos ya no sonaba en la noche. Fue cuando aparecieron los tanques. Era un sonido rastrero, que de noche, lo abarcaba todo. Brumm, brumm, brumm. Salían por Ovidio Lagos, tomaban Arijón, Oroño y Uriburu para volver a entrar. Salían de la Fábrica de Armas Portátiles Domingo Matheu, donde trabajaba don Cayetano, mi tío postizo. Yo siempre le preguntaba lo mismo: "Tío, ¿cuándo me vas a llevar a ver los tanques?" El no me contestaba. Me acariciaba la cabeza y tomaba mate. En silencio.
6
Mi papá toda la vida se levantó temprano. Mientras mateaba, encendía el Ford 6000 gasolero "para que vaya calentando". Una mañana de invierno quiso abrir el portón desvencijado, como lo hacía siempre. Pero esa mañana, escondía una sorpresa. Un soldado custodiaba la casa. Cuando mi papá le explicó que tenía que salir para repartir vino Viejo Viñedo, le dijo apuntándole con el caño:
-De acá no sale nadie hasta que terminemos.
Buscaban a don Domingo. Era delegado metalúrgico. En la cuadra se comentaba que se peleaba con todos. Con los milicos porque echaron a Perón. Con los del Sindicato porque robaban. La esposa, Doña Rosita, no era así. Andaba todo el tiempo retándolo:
-Callate Domingo, callate que te van a venir a buscar de nuevo.
Vi unos soldados descolgarse del techo de casa y saltar hacia el patio de la casa de don Domingo. Después de unos minutos, sentimos abrirse la puerta de su casa y lo vimos salir. Lo subieron esposado a un cuartito azul, como en esa época le llamaban a los autos policiales. Me pareció que le habían pegado. Doña Rosita salió tras él. Mi mamá le dijo que fuera tranquila, que le cuidaba el perro. Y le prestó un poco de plata para que se tomara un taxi.
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