Lunes, 7 de mayo de 2012 | Hoy
Por Manuel Díaz
A T.L
"Con estremecimientos minúsculos y depresivos, más que con imágenes claras o palabras, abandonándose, entre uñas negras y pies mal lavados, a una descomposición anticipada".
Juan José Saer, "Glosa".
Me molesta la música que pone el vecino. Pero, naturalmente, no me molesta la música, me molesta el vecino. Sería estúpido que me moleste algo inanimado, me molesta, como es lógico, quien acciona ese algo inanimado. Como en este caso, me molesta la música. Y es la música, el mal gusto musical, para ser más claro, de mi vecino lo que realmente me enerva. Pero el mal gusto musical no está en la música en sí, sino en mi vecino. En su propia constitución mental, aparentemente primitiva y contra toda clase de civismo.
Y, más que el mal gusto musical de mi vecino, me molesta el volumen al que expresa su mal gusto musical. Eso resulta de lo más lógico. Podría calificar a mi vecino como un neandertal moderno. Lo imagino salir del departamento del que es inquilino, esa visión me repele y me cierra el estómago y, por consiguiente, el apetito por el resto del día. Si mi vecino puede ser calificado de neandertal, sería una especie de viajero del tiempo que quedó al margen del siglo que le correspondía.
Podría decir que se pasó unos cuarenta siglos. Si la tecnología avanza, si sigue avanzando, los gobiernos de todos los Estados de todas las Naciones del mundo tienen que dictar leyes que regulen los volúmenes de música de mal gusto tanto en la vía pública como en las propiedades privadas. Me paso el día entero en un estado de depresión absoluta producto el mal gusto musical de mi vecino. Mientras tanto, habito en este departamento irreal, irreal por conocerlo tan sólo yo, sólo es real para mí, ni siquiera lo es para mi vecino, el del mal gusto musical, ni para la secretaria que vive en el piso de abajo y con la que sólo me he cruzado una vez al día, antes de renunciar por causas inevitables e insoslayables a mi costumbre de comprar el diario cada mañana.
Por lo demás, habito en el más extremo grado de reclusión. Tanto, que olvidé por completo dónde vivo. Creería que vivo en Villa Martelli, pero no podría dar cuenta de ello con seguridad. Permanezco acostado en el suelo desde hace días sin moverme para absolutamente nada. Y sin ningún objetivo, como se puede suponer. Lo que me arroja a esto es, sin dudas, el deprimente gusto musical de mi vecino. Pero el mencionado estado mental me posibilita las más diversas reflexiones acerca de los más diversos tópicos, a pesar de ignorar el significado de la palabra reflexión, si es que alguna de todas ellas significa algo o el significado lo da cada uno de los oyentes o lectores, es decir que cada uno se apropia del discurso ajeno como mejor le place y mejor le conviene de acuerdo a sus propios intereses.
Ahora que tengo tiempo puedo pensar, por ejemplo, en la expresión correcta del idioma inglés para pedirle a alguien que aguarde un momento, esta frase es just a minute, please; y ahora pienso en ella cuando tengo tiempo, pero cuando estoy apurado y necesito tiempo no puedo captarla en ella y, naturalmente, termino diciendo cualquier otra cosa que, como cabe suponer, es la construcción incorrecta y grosera como, por ejemplo, wait a minute. Por lo tanto, es absurdo que piense en esto ahora, ya que no necesito que alguien aguarde un minuto, es más, pienso en esto justamente porque tengo tiempo y no necesito que nadie espere y, por supuesto, nadie me espera. Nadie me esperó nunca. Si mi existencia se cortara, se interrumpiera ahora mismo, nadie, y esto lo firmo y afirmo, pero nadie lo notaría.
Quizás si tuviera voz lo notaría mi vecino, el del mal gusto musical, ya que podría gritarle entre canción y canción algo como ¡silencio!, ó ¡No tenemos por qué hacernos cargo del embrutecimiento particular de los habitantes de esta ciudad!. Pero aún así no creo que fuera a oírme. Es prácticamente imposible comunicarse entre seres humanos o proyectos de, y es lógicamente imposible establecer una comunicación con un neandertal.
Y ni hablar de un neandertal musicalizado. Esa es una de las pruebas de la incapacidad de armonía de la naturaleza. Siempre aborrecí la naturaleza, y cuando mis pies podían caminar no toleraban caminar sobre algo que no fuera cemento. Lamentablemente, o afortunadamente, depende del ángulo desde donde se lo mire, mis pies ya no caminan ni volverán a caminar, ni en un futuro lejano ni en uno cercano, ni ahora ni nunca. Pero al mismo tiempo, antes o después, la ciudad termina cansando, hartando, hastiando, horrorizando y, finalmente, matando. Hay gente que ha muerto por una ciudad. Y hay otros a quienes la ciudad los ha matado, eso está clarísimo. Y no hablo de albañiles que hayan caído de una obra en construcción ni nada por el estilo, sino de espíritus aniquilados y mutilados por la así llamada vida urbana. Pero tampoco esto tiene importancia. Ni la genocida ciudad ni mis pensamientos, si es posible llamarlos de este modo.
Tantos miles de páginas leídas para terminar postrado en el suelo de un departamento en un lugar impreciso (al menos para mí) del conurbano. Si con esto no termino de convencerme de que la vida no tiene sentido alguno soy, indefectiblemente, una especie de idiota. Aunque, pensándolo mejor (esto también es una forma de decir, lo que no quiere decir que realmente piense), eso no quita que no sea un idiota por muchas otras razones, no sólo por haber leído inútilmente miles de páginas de centenas de libros de la más diversa índole. Y lo más atroz es que tengo, por un lado, a mi vecino el neandertal, y, por el otro, la llave tanto del departamento como de la puerta de calle en mi bolsillo derecho.
Aunque esto no representa un problema real (al fin y al cabo, ¿qué es la realidad y qué es el problema y, en conclusión, qué es un problema real?), ya que salir no me interesa en absoluto. Lo que sí me gustaría es tener la posibilidad de ponerme en pie; de estirar un poco las piernas (a pesar de tenerlas estiradas estando en esta posición horizontal en la que yazgo); de desentumecer la espalda, cansada ésta del contacto con la dureza del suelo; de poder tomar alguna pastilla y así pasar mejor el rato; de rondar un poco por el departamento; pero todo con el fin de volver a acostarme.
Definitivamente es la posición que mejor me sienta, achata el grosor de mi estómago. Esa bola deforme que llamo mi estómago se vuelve plana como si realmente ejercitara mi cuerpo. Mi cuerpo, qué hastío me produce pensar siquiera en él. Como ya no me levanto, no puedo bañarme ni lavarme en absoluto, por lo que ya no debo contemplar mi cuerpo y la deformidad que éste conlleva. Sólo me queda el pensamiento, la evocación de mi cuerpo y su deformidad adjunta, lo que me produce incalculables arcadas y trago mi vómito por temor a ahogarme con él, lo que produciría una muerte de lo más desagradable. Lógicamente, me aferro a mi vida con todas mis fuerzas, aunque pronto pereceré, sin lugar a dudas, nadie podría aguantar demasiado tiempo en un estado como el mío. Y las arcadas deben de ser virtuales, ya que al no alimentarme, lógicamente no tengo nada que vomitar.
Creo haber enunciado esto anteriormente en algún lado, pero no podría asegurarlo con certeza. Y así, en estas condiciones, aún me aferro a la vida, acto que otros podrían juzgar como estúpido, pero que para mí es de lo más normal. Cada uno se aferra a su propia existencia, por mísera que ésta resulte a los ojos de los demás. Pero mi consuelo es que mi existencia no durará demasiado. Dure lo que dure, deberé abrazarme a esta como lo único posible en el mundo, como lo único válido, sólo así tendré paz. Y un aditivo a mi paz, una paz perpetua, sería que mi vecino mejorara o eliminara su gusto musical. O, de ser esto imposible, bajara el volumen al que expresa su gusto musical. Llegado este momento podría hablar un rato acerca de mi niñez, esos interminables paseos en bicicleta por Adrogué, ese despertar rodeado de mantas y sábanas desparramadas por todos lados, esos libros de tapas amarillas que tanto gustaban a mis hermanos y a mí, esas conversaciones con el abuelo en la que narraba sus épicas historias a bordo de la Fragata Sarmiento, mis primeras pérdidas de piezas dentales, pérdidas que se han ido multiplicando hasta el día de hoy, dientes que nunca recuperé.
Pero esto los aburriría, sin dudas. Además, sería una licencia literaria romántica y estúpida. Pero a esta altura, ¿qué no es estúpido? Lo último que comí (si es que se puede llamar a eso comer) fue una pastilla. La tragué sin agua, por lo que aún tengo el gusto a medicamento en esta boca infecta y plagada de llagas. Desearía poder hablar para gritarle a mi vecino: ¡Schumann, sí señor! ¡Beethoven!. Pero esto también carecería de sentido. Lo único que conseguiría es que su mente de neandertal crea que lo estoy agrediendo (en lo que, por una vez, no se equivocaría) y acuda a mi departamento a golpearme la cabeza contra el suelo, a reventarme el cráneo, a arrancarme los ojos y esta lengua inútil, a amputarme las extremidades. Y yo sin poder defenderme, aún pudiéndome poner de pie.
Pero esto es contradictorio con lo que dije antes, eso de aferrarme a mi existencia. En fin, ¿a quién le interesan las contradicciones hoy día? En mi condición debo cuidar mi vida y lo que me queda de salud de ataques vecinos que pueden caerme encima en cualquier momento. He dicho.
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