Sábado, 12 de mayo de 2012 | Hoy
Por Miriam Cairo
"No veo el fútbol como una forma de alienación moderna, lo siento más bien como una poesía colectiva". Edgar Morin
Cuando la noche alternó su ritmo y vaciló en aquel lado de la cordillera, un silbido estridente dio por comenzado el partido. Las musas gambetearon un desfiladero de sombras y Mouche puso el corazón en movimiento.
El cálido roce de la mosca colocó la pelota en los pies de Cvitanich quien arremetió contra el poniente. Sobre la textura olímpica del césped hizo el pase en silencio, con una articulada vibración de músculos y huesos, buscando la alegría animal en las tribunas.
En ese poema colectivo, que no se extendía sobre el papel sino sobre el campo, que no se medía en páginas sino en minutos, los pies dialogaban sin materia verbal, y se hacía arte en el pique, en el pase preciso, en los amagues, en el peloteo, en los saltos. De pronto, las musas hicieron de las gradas un fuego, del estadio un templo, de la luz un tambor.
Clemente iba entre amenazas rojas que se acercaban, compelían, se juntaban, con claras intenciones de despojo. Esa noche imbuida de inminencias, el defensor lateral, con su temple ambidiestro, asistía, celaba, vigilaba los movimientos acechantes de las furias chilenas.
Por bruma, por pasión, por latidos azules tatuados en el alma, Román se irguió en el vértice de la noche y con la lanzadera abotinada pateó la bola de fuego hacia el genio curtido de Schiavi. De la delgada figura del defensor, partió, con furia, la bola hacia el costado izquierdo del portal. El golpe no fue certero pero logró ir minando los amparos.
Más tarde, las figuras amenazantes se dispusieron en línea recta, irreductible como un horizonte, pero ésta fue herida al sesgo por un toque cruzado de Román que llegó hasta los pies embestidores de Insaurralde. Propios y extraños esperaban el golpe de cabeza, el ataque desde las alturas, pero el centrocampista acariciado por las alas doradas de las musas, rasgó la pared defensiva por abajo, para que Insaurralde le diera a la hinchada la posibilidad de imitar el graznido de los dioses, al gritar el primer gol.
El poema se iba tejiendo de pie en pie, de pecho en pecho, de boca en boca, dando rodeos, quebrando pases, improvisando metáforas, prolongando encabalgamientos.
Orión, el cazador constelado, defendía la casa con señal guerrera. Con los puños cerrados impugnaba todo intento rival por rasgar la morada. En la lucha, un balonazo lastimó la piel, pero no menguó el coraje del portero titilante.
Al pasar los minutos, por picardía y por misión, el lateral Franco Sosa resultó amonestado. El soplo de la luz en los huesos lo enaltecía, a la vez que el césped se abrillantaba al paso trotador de los astros sudados.
Apenas comenzado el segundo hemistiquio, el segundo tiempo, en medio de la cesura, se descerrajó la astucia delantera de Cvitanich que divisó los movimientos oportunos de la mosca. La melopea deportiva encontró sus acordes más eufóricos, y un coro universal hizo estallar el estadio. El temblor, como un rugido de león mitológico, llegó en medio de la noche hasta el otro lado de los Andes.
Pero un poema épico no se escribe sin la garra del contrincante. Pineda hirió el aire. Anotó para su tribuna el punto de la gallardía. Podría ser que una fuga lila, que un perfume de quietud se detuviera en los ojos de alguien, pero sería sólo por un instante menor al instante, porque la tensión fue estímulo y fue promesa.
En las dramáticas estrofas del poema, un penal puede ser atajado, como un verbo puede ser conjugado en las asimetrías del presente y del pasado. Por propio capricho de las musas, que exigen a los artistas la máxima destilación de sus destrezas, fue posible que los contrincantes hicieran su gol segundo, desde el rebote.
Jugadoras insaciables, afectas a las grandes batallas, las musas vitoreaban cánticos populares y se sacaron la camiseta en el vestuario del Olimpo. Con los pechos al aire ungieron de bendiciones los botines victoriosos de Riquelme. Así, sostenido por el halo divino de las nueve hijas de Zeus y Mnemósine, Román, el Odiseo, hizo el periplo del héroe, no en diez años sino en diez segundos, dejando alelados a tres adversarios que acatarraron el terror de no pasar a la fase siguiente. En ese poema ritmado con la música exquisita del hexámetro, el Odiseo dio el estacazo de un dios, para procurarle al equipo, el punto fulminante.
A uno y otro lado de la cordillera, cayó la noche en el pozo de la noche. Las musas victoriosas se besaron en la boca y los jugadores se abrazaron, con el sabor homérico del triunfo entre los dientes.
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