Jueves, 28 de junio de 2012 | Hoy
Por Jorge Isaías
En aquella pequeñez excesivamente íntima del pueblo sucedían -increíbles a veces- todas las historias.
Como minoridad excluida de toda información, o acto participativo, aún el más mínimo, nos enteramos de poco, porque no llovían sino órdenes, mandatos, y pocas veces diálogos; y opiniones nunca. De todos modos, a veces, muy pocas, eso sí, algo se filtraba, como un magma vergonzoso y oscuro, como un hilo delgado que tal vez había tejido alguien un poco mayor, un poco más informado (avispado, se le decía) dando una imagen de la vivacidad de ese insecto inquieto de todos los veranos. Ese que hacía su esponjoso nido de barro en las ramas silenciosas de los fresnos.
Y esa vivacidad sólo podría tenerla alguien mayor, que bajaba ese hilo informante previamente tejido como si fuera el trabajo paciente de una araña.
Eramos tan ingenuos que toda esa precaución estaba totalmente de más, injustificadas, sin el más mínimo sentido.
Pero la precaución, estaba presente tal vez como un rasgo de estilo, como delicadeza que podría venir incluso de algunos de los tíos, y en mi caso los tenía numerosos y varios no me llevaban demasiados años, pero sí kilómetros de experiencia. Al menos es lo que uno en ese tiempo suponía, y tal vez estuviera escenificada, pero era aquello que percibíamos. Lo mismo que el gesto protector, de mano en el hombro, de consejo, de "yo sé por qué te lo digo".
Entre estos personajes estaban el Kelo y el Hugo.
El primero era mi tío, a quien dejé de ver a mis catorce años. Pero su fuerte figura imprimía el deseo inacabado de los viajes en todos sus sobrinos, en especial en mí, y fue quien me puso en este interminable camino de los sueños.
Mi padre, es decir su hermano, lo llamaba El Fabulador y tal vez lo fuera.
En los tiempos del peronismo clásico, siendo él un embarcado de la marina mercante prometió traerme de uno de sus viajes un (para él fabuloso) auto de juguete a pedales.
Yo lo escuchaba azorado y en las noches lo soñaba sin haber visto siquiera un folleto.
En su próximo viaje ante mi ansiosa pregunta me contó entristecido que se lo habían retenido en la aduana.
Estaban, creo, cerradas las importaciones, lo cual es probable.
Yo seguí esperándolo mucho tiempo, porque prometió ocuparse de reclamarlo.
Pero mi padre, implacable, no le creyó.
El otro personaje querido lo conocí cuando no era mi pariente, porque aún no se había casado con mi prima mayor, Gladys.
Su papá, don Atilio Boccolini, le había comprado la sodería, la representación de la cerveza Schlau a Juan Seperizza quien también hacía ventas de licores con su viejo Ford T a bigotes. En un momento, su hijo, Hugo, a quien llamaban El Mono se la alquiló. Y yo pasé a ser su peoncito ayudante.
A los vendedores de bebidas en ese tiempo se los llamaba licoreros en mi pueblo.
En ese tiempo, cuando hacíamos nuestro reparto de sifones por el pueblo, no era raro que menudearan las chanzas dentro del aire chato del pueblo.
Un día, mientras bajábamos unos cajones de cerveza en el bar del inolvidable Pito Maza pasó Cañita Aquilano, quien estrenaba traje de cartero.
-Che Cañita -le dijo el Mono en tono serio-. Si te sobra alguna carta, dámela.
-Si no sobran, le dijo el otro asombrado. ¿Y para qué querés una carta?
-No, sólo para leer, como nadie me escribe...
El Mono encerraba sus caballos en el terreno de la vía, lleno de hinojales altos. Se ahorraba tal vez la comida y el corral con ese sistema, pero en la mañana era yo el que renegaba con esos matungos mañosos que no se dejaban enfrenar.
Un día, más enojado que de costumbre, le dije mientras atábamos el carro:
-¿Hugo, por que no te comprás una chatita para el reparto?
-Turquito -me contestó- ¿Vos crees que la plata la fabrican los perros perdiceros en mi casa?
Recorríamos el pueblo con una alegría sana, conversando con los otros copoblanos en franco tren de chacota, tal su carácter jocoso y su ingenio para las cuentos y sobrenombres.
A las siete de la mañana en verano, con el rocío sobre las flores que caían sobre el rosal de doña Luisa Aimetti y a las ocho en invierno con las heladas crudas, comenzábamos esa tarea que nos llenaba de alegría porque era un tiempo donde toda ilusión cabía, aunque las calles del pueblo no ahorraban barro en los temporales y las lluvias.
Aquellos temporales no fueron ni por asomo tan salvajes como los que vinieron luego con otras furiosas lluvias sucesivas.
Entonces estábamos muy lejos de la pena.
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